sábado, 18 de julio de 2020

El destino postremo

Para el Concurso de historias de viajes de ZENDALIBROS.COM


Aquel día me decidí por fin a viajar sin rumbo fijo, en busca de un destino incierto, el mío. Quizás me sucediera la ruina, o la muerte…, acaso esa felicidad tan ansiada.
Casi sin trabajo, casi sin familia, casi sin amigos…, casi sin nada que perder, aprovechando los ahorros de toda una vida y de un desasosiego espiritual, anímico o como quieras llamarlo, cogí cuatro bártulos, los metí en una mochila y me eché a andar hacia ninguna parte; si bien enseguida opté por el camino de las pendientes montañosas, que siempre me habían llamado poderosamente la atención con su particular canto de sirena de recogimiento, soledad, paz, naturaleza y un largo etcétera.
Así transcurrieron los días, no sé cuántos, inmerso en el monte, cobijado por los árboles, arrullado por los riachuelos…, pendiente sólo de mí y de lo que me rodeaba que pudiese turbarme: el frío, el calor, el cansancio, la lluvia, la suciedad corporal, las eventuales y leves dolencias...
Cuando me agotaba, paraba; cuando sentía hambre, comía; cuando tenía sueño o me sorprendía la obscuridad de la noche, acampaba. Disfrutaba de una total libertad, solamente empañada por los inevitables ataques de aburrimiento y de contrición que me invadían en ocasiones, pero de los que me desembarazaba normalmente con relativa facilidad.
Si agotaba mis víveres, descendía a un pueblo cercano con el fin de aprovisionarme. Allí, aprovechaba la coyuntura para alojarme en algún hostal o equivalente durante un par de días y desprenderme del polvo y la mugre del camino tomando baños calientes, dormir en una cama hecha y derecha, comer comidas calientes y decentes, y tentar la suerte a ver con qué podía toparme, objetivo último éste por el que me encontraba en aquel cierto lugar y por el que había emprendido ese indeterminado viaje.
A veces, en esas paradas obligadas y apetecibles, descubría alguna que otra mujer que me llamaba la atención, pero si no advertía en ella ninguna señal visible de apareamiento entonces reemprendía la marcha en busca de nuevos horizontes.
¿Cuánto tiempo transcurrió en esa azarosa búsqueda? ¿Años? Seguramente, pues mi pelo cada vez era más canoso, mis arrugas cada vez más profusas y pronunciadas, y mis achaques cada vez más frecuentes y molestos. Verdad es que tuve alguna oportunidad de sentar la cabeza e instalarme en algún que otro sitio, pero la cosa no terminaba por cuajar y volvía a echar a andar. Quizás, he de confesarlo, tenía miedo de fracasar y que se me rompiese el corazón de nuevo, y prefería inconscientemente seguir intentándolo hasta la eternidad. Acaso era el viaje lo que sólo me motivaba ya, la búsqueda incesante e infructífera a sabiendas; a lo mejor ése era el sentido ilógico de mi vida.
Y así acabó siendo, puesto que un día cualquiera, a una hora imprecisa, el lado izquierdo del pecho empezó a dolerme intensamente, junto con el hombro del mismo lado. Enseguida supe lo que era, un infarto de miocardio, y, hallándome tan solo y aislado en aquel paraje agreste, simplemente me preparé para morir. Las piernas me fallaron y me dejé caer boca arriba, lo más cómodo que pude dadas las penosas circunstancias.
Entonces me pareció ver una luz muy intensa, tal vez la senda hacia el mismísimo Cielo. Sin embargo, también de forma muy rápida, me percaté de mi craso error, meramente era el sol que me escandilaba en esa posición horizontal.
En medio de mi padecimiento logré sonreír una pizca, para luego enfrascarme en mi particular agonía. Ah, cómo dolía, pero pronto llegaría la paz de mi destino postremo.

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