Editado en la web del Concurso de Ciencia-Ficción Novelistik (Premio Giant Films).
CAPÍTULO 1: LA VENIDA
Recuerdo cuando llegaron. Todo
empezó con tímidos avistamientos. Bueno, en realidad siempre habían estado ahí,
desde los albores del tiempo. Pero de pronto hubo un giro espectacular, de
repente se hicieron mucho más presentes, casi insolentes. Los casos de
contactos se sucedieron exponencialmente. La lógica incredulidad inicial pasó a
ser una curiosidad morbosa, después una moda frenética, y en el momento en que
la realidad nos golpeó de frente, el fenómeno se convirtió en lo más
trascendental de la Historia de la Humanidad.
Estaban aquí, con nosotros. Sus
oscuras y colosales naves llenaban el cielo, estremeciendo a la mayoría y
provocando un júbilo esperanzado a una minoría en aumento. A pesar de su
palpable e imponente tecnología no conseguíamos entendernos debido a la
intrincada divergencia de nuestras lenguas. Ellos simplemente se mostraban
solemnes, fríos, distantes... poderosos. Los Hombres, por el contrario, parecíamos
ridículamente admirados y genuflexos ante su magnificencia. Les colmamos de
atenciones y agasajos, pese a no estar seguros de su complacencia alienígena.
Nos dejaron hacer, tolerantes ante los que podríamos haber sido su rebaño, sus
esclavos o sus adoradores. Tras múltiples intentos vanos por nuestra parte de
comunicarnos con ellos, al fin reaccionaron y empezaron a moverse.
Sus denegridas y esbeltas figuras
hasta casi lo imposible se desplazaban ágiles, ondulando sus níveas túnicas de
manera muy estética. Entonces lo bajaron de una de sus aeronaves. Con gran
gravedad, como todo lo que hacían, escoltaron el enorme féretro traslúcido que
flotaba por sí solo hacia su destino. No fue en un sitio especial al parecer
(aunque sí de una naturaleza muy hermosa), sencillamente las inmediaciones de
donde habían posado su nave de avanzadilla, mientras los otros cientos de
restantes aguardaban estáticas alrededor de la órbita terráquea.
El hecho, lo que se asemejaba a un
sepelio de uno de los suyos, fue retransmitido por todas las televisiones
mundiales (y tal vez también siderales). Los seres humanos nos conmovimos por
el significado aparente de ese ritual, pues era imposible contagiarse del
inexistente pesar de aquellos extraterrestres. Finalmente las andas
antigravitatorias se posaron en la mullida hierba, acompañadas de fieles
árboles, arrulladas por un cercano río, defendidas por lejanas aunque visibles
montañas, y arropadas por el inmenso cielo que ya se ruborizaba por efecto del
Sol saliente. Así esperaron los Celestes (como los habían bautizado sus adeptos
de La Tierra), en una especie de trance, petrificados e impertérritos ante las
inclemencias del clima, el largo tiempo transcurrido, el agotamiento presumible,
y las molestias ocasionadas por los impacientes asistentes.
Todo un día permanecieron de tal
modo, durmientes alrededor del cadáver de su congénere, hasta que el ocaso
volvió a sonrojar el horizonte. Entonces sólo se marcharon, abandonando el
sarcófago y a pesar de las protestas fastidiosas de los humanos. Ninguna fuerza
pudo detenerlos. Nuestros soldados, remisos a usar sus mortales armas (sobre
todo por la falta de órdenes al respecto y a la totalidad del género humano
como testigo), se colgaban como graciosos monos en los ciclópeos seres, que se
libraban de ellos igual que una vaca de sus moscas, con paciencia y sin daño.
Terminaron entrando en su nave y cerrando las compuertas tras ellos, luego de
expulsar convenientemente a algunos intrusos inevitables. El ingenio voló al
encuentro de su flota, que se alejó tanto que a simple vista fue una estrella
más. Los astrónomos informaban gracias a sus telescopios de que los Celestes
permanecían en el Sistema Solar, como vigilantes aún de su camposanto.
CAPÍTULO
2: LA ESPERA
Solamente quedó el ataúd con su
fallecido ocupante. Era lo único que nos recordaba la presencia de ellos en
nuestro planeta. Aquel tesoro se protegió de forma adecuada mediante un
ejército de países aliados. Y se barajó mucho y durante bastante tiempo qué
hacer con él. Los estudios científicos superficiales no dieron grandes
resultados y enseguida se pensó en la profanación, en abrir la caja. "Será
por el bien de la Ciencia y de la Humanidad" nos decían. Se opusieron
sectores religiosos y otros humanitarios o contestatarios aduciendo valores
morales. Sin embargo, conforme las naves por fin desaparecieron en la
inmensidad del espacio, se perdió todo el respeto y el miedo. La zona se
clausuró a los ojos del vulgo, y los militares y doctores fueron libres de
experimentar y manipular a su antojo.
Poco se sabía de la urna, salvo su
borroso contenido, ciertos caracteres indescifrables que orlaban su perímetro y
lo que indiscutiblemente era una llave. Se dividió el enigma en varios
departamentos y no obstante se llegó a una conclusión rápida: los signos debían
constituir una advertencia a semejanza de las antiguas tumbas egipcias; y la
cerradura, pese a su avanzadísima tecnología, tenía fácil apertura. Era algo
incongruente, inexplicable, pero cierto. Determinados sensores así lo
evidenciaron e inmediatamente se dio luz verde al proyecto Pandora.
¿Que por qué le dieron ese nombre?
Todavía no lo sé, aunque presumo que el responsable debía de tener dotes
adivinatorias. Porque en el instante en que alguien trasteó dentro de la
combinación, el incauto activó otro mecanismo aún más interno y escondido a posta
para los probables sacrílegos. Se trataba de una bomba atómica, pero
infinitamente más potente que las nuestras. Su hongo gaseoso ocupó ambos
hemisferios y la terrible onda expansiva e incendiaria se propagó por todo el
mundo. Y es que de eso se trataba: los Celestes contaban con la intromisión
morbosa de los terrícolas para activar su pira funeraria sin remordimientos de
conciencia; que fuésemos nosotros mismos quienes, desoyendo o ignorando la
maldición, apretáramos el botón de nuestra destrucción. Era su costumbre
enterrar a sus difuntos de esta manera, en tierra ajena, a expensas del propio
albedrío y desarrollo de sus moradores, probándoles para su supervivencia,
teniendo potestad ellos para influir en el exterminio de una raza inteligente y
de otras innumerables especies irracionales. El fin de uno de los suyos solía
significar la muerte de millones, ésa era la fastuosidad de su rito.
CAPÍTULO
3: EPÍLOGO
Pienso en todo esto yo, uno de los
escasos elegidos que conoce toda la historia por ser uno de los que tomaron la
fatídica decisión de abrir la caja de los males, a la vez que mi piel se
ennegrece, mi cuerpo arde y mi mente grita de dolor y pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario