domingo, 18 de septiembre de 2016

La pira


Editado en la web del Concurso de Ciencia-Ficción Novelistik (Premio Giant Films).

 
CAPÍTULO 1: LA VENIDA

            Recuerdo cuando llegaron. Todo empezó con tímidos avistamientos. Bueno, en realidad siempre habían estado ahí, desde los albores del tiempo. Pero de pronto hubo un giro espectacular, de repente se hicieron mucho más presentes, casi insolentes. Los casos de contactos se sucedieron exponencialmente. La lógica incredulidad inicial pasó a ser una curiosidad morbosa, después una moda frenética, y en el momento en que la realidad nos golpeó de frente, el fenómeno se convirtió en lo más trascendental de la Historia de la Humanidad.
            Estaban aquí, con nosotros. Sus oscuras y colosales naves llenaban el cielo, estremeciendo a la mayoría y provocando un júbilo esperanzado a una minoría en aumento. A pesar de su palpable e imponente tecnología no conseguíamos entendernos debido a la intrincada divergencia de nuestras lenguas. Ellos simplemente se mostraban solemnes, fríos, distantes... poderosos. Los Hombres, por el contrario, parecíamos ridículamente admirados y genuflexos ante su magnificencia. Les colmamos de atenciones y agasajos, pese a no estar seguros de su complacencia alienígena. Nos dejaron hacer, tolerantes ante los que podríamos haber sido su rebaño, sus esclavos o sus adoradores. Tras múltiples intentos vanos por nuestra parte de comunicarnos con ellos, al fin reaccionaron y empezaron a moverse.
            Sus denegridas y esbeltas figuras hasta casi lo imposible se desplazaban ágiles, ondulando sus níveas túnicas de manera muy estética. Entonces lo bajaron de una de sus aeronaves. Con gran gravedad, como todo lo que hacían, escoltaron el enorme féretro traslúcido que flotaba por sí solo hacia su destino. No fue en un sitio especial al parecer (aunque sí de una naturaleza muy hermosa), sencillamente las inmediaciones de donde habían posado su nave de avanzadilla, mientras los otros cientos de restantes aguardaban estáticas alrededor de la órbita terráquea.
            El hecho, lo que se asemejaba a un sepelio de uno de los suyos, fue retransmitido por todas las televisiones mundiales (y tal vez también siderales). Los seres humanos nos conmovimos por el significado aparente de ese ritual, pues era imposible contagiarse del inexistente pesar de aquellos extraterrestres. Finalmente las andas antigravitatorias se posaron en la mullida hierba, acompañadas de fieles árboles, arrulladas por un cercano río, defendidas por lejanas aunque visibles montañas, y arropadas por el inmenso cielo que ya se ruborizaba por efecto del Sol saliente. Así esperaron los Celestes (como los habían bautizado sus adeptos de La Tierra), en una especie de trance, petrificados e impertérritos ante las inclemencias del clima, el largo tiempo transcurrido, el agotamiento presumible, y las molestias ocasionadas por los impacientes asistentes.
            Todo un día permanecieron de tal modo, durmientes alrededor del cadáver de su congénere, hasta que el ocaso volvió a sonrojar el horizonte. Entonces sólo se marcharon, abandonando el sarcófago y a pesar de las protestas fastidiosas de los humanos. Ninguna fuerza pudo detenerlos. Nuestros soldados, remisos a usar sus mortales armas (sobre todo por la falta de órdenes al respecto y a la totalidad del género humano como testigo), se colgaban como graciosos monos en los ciclópeos seres, que se libraban de ellos igual que una vaca de sus moscas, con paciencia y sin daño. Terminaron entrando en su nave y cerrando las compuertas tras ellos, luego de expulsar convenientemente a algunos intrusos inevitables. El ingenio voló al encuentro de su flota, que se alejó tanto que a simple vista fue una estrella más. Los astrónomos informaban gracias a sus telescopios de que los Celestes permanecían en el Sistema Solar, como vigilantes aún de su camposanto.

CAPÍTULO 2: LA ESPERA

            Solamente quedó el ataúd con su fallecido ocupante. Era lo único que nos recordaba la presencia de ellos en nuestro planeta. Aquel tesoro se protegió de forma adecuada mediante un ejército de países aliados. Y se barajó mucho y durante bastante tiempo qué hacer con él. Los estudios científicos superficiales no dieron grandes resultados y enseguida se pensó en la profanación, en abrir la caja. "Será por el bien de la Ciencia y de la Humanidad" nos decían. Se opusieron sectores religiosos y otros humanitarios o contestatarios aduciendo valores morales. Sin embargo, conforme las naves por fin desaparecieron en la inmensidad del espacio, se perdió todo el respeto y el miedo. La zona se clausuró a los ojos del vulgo, y los militares y doctores fueron libres de experimentar y manipular a su antojo.
            Poco se sabía de la urna, salvo su borroso contenido, ciertos caracteres indescifrables que orlaban su perímetro y lo que indiscutiblemente era una llave. Se dividió el enigma en varios departamentos y no obstante se llegó a una conclusión rápida: los signos debían constituir una advertencia a semejanza de las antiguas tumbas egipcias; y la cerradura, pese a su avanzadísima tecnología, tenía fácil apertura. Era algo incongruente, inexplicable, pero cierto. Determinados sensores así lo evidenciaron e inmediatamente se dio luz verde al proyecto Pandora.
            ¿Que por qué le dieron ese nombre? Todavía no lo sé, aunque presumo que el responsable debía de tener dotes adivinatorias. Porque en el instante en que alguien trasteó dentro de la combinación, el incauto activó otro mecanismo aún más interno y escondido a posta para los probables sacrílegos. Se trataba de una bomba atómica, pero infinitamente más potente que las nuestras. Su hongo gaseoso ocupó ambos hemisferios y la terrible onda expansiva e incendiaria se propagó por todo el mundo. Y es que de eso se trataba: los Celestes contaban con la intromisión morbosa de los terrícolas para activar su pira funeraria sin remordimientos de conciencia; que fuésemos nosotros mismos quienes, desoyendo o ignorando la maldición, apretáramos el botón de nuestra destrucción. Era su costumbre enterrar a sus difuntos de esta manera, en tierra ajena, a expensas del propio albedrío y desarrollo de sus moradores, probándoles para su supervivencia, teniendo potestad ellos para influir en el exterminio de una raza inteligente y de otras innumerables especies irracionales. El fin de uno de los suyos solía significar la muerte de millones, ésa era la fastuosidad de su rito.

CAPÍTULO 3: EPÍLOGO

            Pienso en todo esto yo, uno de los escasos elegidos que conoce toda la historia por ser uno de los que tomaron la fatídica decisión de abrir la caja de los males, a la vez que mi piel se ennegrece, mi cuerpo arde y mi mente grita de dolor y pena.

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