Ya es Navidad.
Hoy precisamente, esta misma noche.
Qué mala sombra.
Lo tenía todo preparado: los turrones, los mantecados, el belén, el arbolito…Todo listo para celebrar estas fiestas entrañables, cuando todo es luz y color, cuando las familias se reúnen para festejar juntos y relegar las asperezas…
Fue justamente eso lo que falló. Mis familiares directos no están aquí hoy conmigo. Mis dos hijos y mi mujer (bueno, mi ex, en realidad, no debo olvidarlo) dijeron que vendrían a mi casa para estas fechas…, pero no ha sido finalmente así. Pensando muy mal, tal vez me hayan engañado; aunque lo más seguro es que su madre les haya convencido de la inconveniencia de compartir mesa navideña con un tipo como yo, un fracaso como padre y como persona, un cero a la izquierda…, un loco de remate, en el fondo.
Porque sí, porque ahora puedo decirlo, ya libre de todo mal. Yo estaba chiflado, perdido de la olla, más que una cabra, más que una regadera..., cualquier calificativo denostativo sería poco para mí, puesto que me lo merezco sin lugar a dudas.
Ahora lo sé. Antes no, cegado por mi propia ofuscación derivada de mi estado mental alterado. Tenía una conducta bipolar, un trastorno de personalidad que me hacía un ser intratable: disparatado, egoísta, obtuso, infiel… Esto último, mi promiscuidad (entre otras cosas), fue lo que llevó al traste mi matrimonio. Así, mi esposa, sin ser tampoco una santa (había también que reconocerlo, ya que nadie en este mundo lo es), se divorció de mí con todo merecimiento, si bien mi visión machista de la vida por aquellos entonces no me permitió apreciar aquello en su justa medida. Pensaba que un hombre tenía que propagar su simiente por doquiera y con quien fuera, que era una ley natural, y que las mujeres debían resignarse al instinto reproductor y depredador de sus machos. Ni qué decir tiene que ellas además debían ser esposas ejemplares, sin poder gozar de libertinajes ni de concupiscencias.
Asimismo, mi egocentrismo exacerbado me condujo a carecer de verdaderos amigos, e inclusive a sufrir el desdén, una vez más bien ganado, de mi propia y amada descendencia. En efecto, mis vástagos (chica y chico) me repudiaban o me soportaban resignadamente según épocas de mayor o menor aguante por su parte. De seguro se avergonzaban de mí en el mejor de los casos, llegando a odiarme cuando su paciencia llegaba a límites insoportables. Probablemente en uno de estos episodios de inquina infinita fue cuando renunciaron a pasar la nochebuena en mi ingrata presencia, a pesar de habérmelo asegurado; y un servidor, con gran ilusión ante tal perspectiva halagüeña, los esperó con ansia…, la cual se vio truncada por desgracia y por su ausencia ya aludida, que terminó por sumirme en una depresión de la que no conseguí salir.
Todo esto lo supe, tuve conciencia por fin de ello, en el momento en que mi espíritu se vio al fin libre de las ataduras mórbidas de mi cerebro enfermo, ya inactivo para siempre, desde que la cuerda inmisericorde que yo mismo preparé con una frialdad escalofriante partió mi cuello tras el tremendo tirón devenido de patalear con rabia desesperada la silla a la que me hallaba subido, y de precipitarme hacia una muerte buscada intencionadamente.
Me di cuenta de todo justo en el instante en que mi corazón se detenía y mi cabeza dejaba de ser regada por él como siempre había hecho desde que nací.
Me arrepentí de todo, si bien no podía haber hecho otra cosa, dada mi confusión mental, mientras abandonaba mi viejo y gastado cuerpo, ascendiendo por entre el tejado y más allá..., mucho más allá.
Reflexioné sobre todo ello hasta que dejó de importarme, de poseer la más mínima trascendencia los asuntos mundanos, centrándome ahora en lo que había de venir, lo que estaba por llegar para mí, lo cual terminé descubriendo..., pero de lo que no os hablaré, pues no nos está permitido a los que pasamos por este postrero trance.
Adiós, amén y todo eso.
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