Todo concordaba.
Era Navidad, él entró por la chimenea, vestía de rojo y lucía una poblada barba blanca.
Sin embargo no me trajo ningún regalo, ni emitió sus inconfundibles carcajadas, ni me sentó en su regazo para escuchar mis infantiles peticiones y darme un cosquilleante beso. No, se limitó a hacerme callar colocando su dedo índice en los labios cuando le sorprendí allí plantada en medio del salón de mi casa, como único miembro de la familia presente y despierto a aquellas altas horas de la madrugada, por supuesto, esperándolo precisamente a él con la avidez de una niñita de seis años.
Después, sin más, cubrió mi pequeño cuerpecito con su enorme saca y me llevó consigo, en esta ocasión saliendo por la puerta principal y sin que nadie advirtiera mi falta y el tremendo crimen perpetrado.
Lo que luego me hizo a lo largo del tiempo no tiene nombre, por lo menos uno que se pueda pronunciar sin que nadie se estremezca. Y aquella aberración continuó hasta que yo fui lo suficiente mayor para él desentenderse de mí, puesto que ya no le servía, no le satisfacía, desde el momento en que comencé a menstruar y dejé de ser una chiquilla. También me volví lo suficientemente madura como para urdir y llevar a cabo mi salvación y mi venganza, disparándole un tiro entre ceja y ceja con su misma pistola instantes antes de que él me matase a mí, justo lo que se merecía, librándome de él de una vez para siempre, y huyendo por fin hacia la libertad ampliamente soñada.
Eso fue lo que ocurrió, padres, ni más ni menos. De ahí que regrese ahora y en estas circunstancias, rota y perdida mi inocencia por culpa del auténtico Papá Noel o Santa Claus, como prefiráis llamarlo.
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