2º premio del III Certamen de Creación Joven "Ciudad de Almería"
Una mesa... Ocho hombres... Un revólver... Y una partida mortal.
Se apaga la única luz, el arma es disparada secretamente y uno de los jugadores muere. ¿Quién es el asesino?
La terrible secuencia se va repitiendo cada dos exiguos minutos y el tiempo se agota. El ganador será el que adivine al verdugo, obteniendo un ingente premio. Quien se equivoque será sacrificado agónicamente. O llegará su turno y perecerá por la ignota mano asesina.
Se encendió la luz. Una lámpara con una sola bombilla colgaba del techo, alumbrando una gran mesa redonda. Sentados a ella, ocho hombres y, en el centro del mueble, un revólver del 45 únicamente. Lo demás era oscuridad absoluta. El silencio era total. El arma brillaba por el reflejo metálico de la solitaria luz. Los hombres parecían hipnotizados por el resplandor pero, poco a poco, osaron comenzar a mirarse los unos a los otros. Se inspeccionaron mutuamente, con fugaces vistazos que apartaban al momento cuando las miradas se enfrentaban. Había gran tensión y expectación, se sentía la respiración profunda y entrecortada del vecino y podía olerse el excesivo sudor de su cuerpo provocado por la adrenalina.
Ocho hombres, de distintas edades, de diferente aspecto, con desiguales expresiones. El Anciano, calva canosa y piel muy enrojecida, seguramente fue pelirrojo antes de envejecer; su vigilancia nerviosa hacia sus compañeros de mesa parecía delatar un miedo puro. El Intelectual, o así asemejaba con sus gafas redondas y el pelo engominado hacia atrás; todo su aspecto era exquisito, perfectamente aseado y con ropa elegante y limpia; desgraciadamente, un sudor ansioso empezaba a empapar su cuerpo y su vestimenta, pronto incluso olería mal. El Rubio; joven, atractivo, ojos verdes, camisa roja de cuadros; miraba más la pistola que a los demás participantes, tal vez buscando una solución en ella, acaso no atreviéndose a levantar la cabeza. El Serio, pelo negro y gesto tranquilo, observaba a los otros jugadores como intentando adivinar algo en sus miradas o movimientos; no parecía conturbado por la situación. El Chico, el adolescente, 18 ó 19 años, una lástima; en apariencia muy nervioso pero disimulándolo bastante bien, aunque el temblor de sus manos le acusaba. El Feo; bueno, no tanto, sólo unos ojos algo saltones; los movía angustiosamente de un lado a otro recorriendo toda la órbita; hubiera sido algo cómico, pero no en aquel contexto; parecía estar pasándolo mal de veras, asemejaba estar muy asustado (¿puro teatro?). El Silencioso, porque no articulaba palabra; como el Serio, sólo examinaba a sus contrincantes, sin ninguna inquietud al parecer; era como si no perteneciera al grupo, aunque si estaba allí por un error, tampoco lo demostraba. Y, por supuesto, finalmente el Gordo; también sudaba cuantiosamente, relamiendo de forma asquerosa y frecuente las gotas de sudor que se concentraban en su bigote afeitado.
Los ocho hombres siguieron mirándose en silencio hasta que se cumplieron dos minutos, luego se apagó la luz. De súbito, un disparo atronó agudamente el lugar a la vez que un fogonazo brilló en el centro de la mesa. Era esperado de manera ansiosa, pero el estruendo asustó cogiendo por sorpresa a todos los hombres menos a uno. Volvió la luz y la cara del Rubio yacía incómodamente en la madera del tablero. Por su cuello manaba la sangre, bañando la superficie de la mesa y goteando por debajo. La sensación de terror de casi todos los jugadores aumentó muchos grados. También experimentaron repugnancia ante el cadáver cercano, pero la partida debía continuar.
-Bueno, ya sólo quedamos siete –habló por fin rompiendo el hielo el Serio-. Alguien tenía que ser el primero y le ha tocado a él.
-Dos minutos más y habrá otra muerte –sentenció el Gordo con la vista baja, como rindiéndose a lo inevitable del hecho.
De nuevo se hizo el silencio. Alguno comenzó a contar mentalmente los 120 segundos, pero abandonó el terrible cálculo por la desesperación. Los dos minutos se hacían eternos. Conforme pasaba el tiempo, la tensión iba creciendo. Se vigilaban los unos a los otros nerviosamente, con el estómago oprimido y un calor muy molesto concentrado en las sienes.
Volvió la oscuridad repentinamente. Otra vez al unísono el resplandor y el estruendo, acompañado éste por algunos gritos de pánico. Con la luz llegaron también los suspiros de alivio. Otro muerto, seis supervivientes. La sangre que humedecía su blanca camisa hacía juego con su piel. El Anciano realizaba un último estertor con la cabeza caída hacia atrás, vomitando plasma rojo proveniente de un pulmón lacerado. No se movería más.
-Otro menos para descubrir al asesino-. Todos dirigieron la mirada hacia el Intelectual, que había hablado. –El círculo se cierra –volvió a decir.
El Chico, vecino del Anciano en la mesa, inclinó el cuerpo en su asiento tratando de observar las manos de la nueva víctima.
-¿Qué haces? Sabes que todo está dispuesto para no alcanzar a ver las ataduras de debajo de la mesa –le increpó el Serio.
-Lo sé, lo sé-. El Chico agachó la cabeza y se puso colorado por la vergüenza. -Tal vez ha sido una tontería, pero se me había ocurrido que podía ser un truco y el viejo estar fingiendo. Ya sabéis, salsa de tomate y eso... Bah, olvidadlo –calló finalmente humillado.
Algunos de los jugadores sonrieron, como no recordando momentáneamente la seriedad de la situación, el peligro acechante.
-Vamos, concentraros –casi rogó el Feo-. Debemos delatar a quien no está atado bajo la mesa; si no, nos matará a todos uno por uno.
Parecieron surtir efecto las palabras del Feo y cesaron los comentarios. Volvió la aterradora espera. Casi todos pensaban si ellos serían los próximos y buscaban alguna pista acusadora en sus compañeros-contrincantes.
De nuevo se hizo la oscuridad repentinamente, haciendo gritar tal vez por el susto al Chico. En la absoluta negrura, sólo se escuchaban sus jadeos como desesperados.
-Cierra la boca, chaval –se oyó claramente la voz del Serio. Continuaron unos horribles segundos más en los que los competidores estaban alertas intentando localizar algún sonido sospechoso.
De pronto y sin previo aviso, otro disparo más. El asesino lo había hecho de nuevo, los había burlado. Volvió la luz y los ojos de los rivales, mientras tardaban temporal y molestosamente en acostumbrarse a ella otra vez, buscaban con curiosidad morbosa quién había caído. Asombrosamente, el Gordo jadeaba aterrorizado pero al mismo tiempo aliviado, la bala le había sólo destrozado una oreja.
-Ha... ha fallado. ¡Ha fallado! –corroboró el herido lo que ya todos imaginaban.
-Bien, lo más probable es que tú no seas el asesino, a no ser que estés rematadamente loco –dijo el Feo utilizando la lógica. Todos parecieron asentir ante su razonamiento por un instante.
-Sí, pero a nuestro homicida no le conviene que eso se sepa. Volverá a por ti –habló el Intelectual decididamente.
-¡Maldito estúpido insensible! ¡Eres imbécil o tan cabrón para ser el asesino! –interrumpió el Serio-. ¡¿Por qué no te metes la lengua en el culo y dejas de pensar en voz alta?!
-¡Hijo de puta! ¡No voy a tolerar...!
-¡Callaros! ¡Callaros, joder!
Todos miraron al Gordo sorprendidos por su reacción. El sudor ahora le chorreaba incluso diluyendo la sangre que manaba de su apéndice despedazado. El labio inferior le temblaba con rápidos y cortos movimientos. No apartaron la vista de él. No podían. Se regodearon sin malicia, inconscientemente, (excepto uno) del terror de su compañero, de su angustiosa espera. Un sonido familiar de líquido goteando en el suelo llegó a sus oídos. En ese momento algunos bajaron la mirada avergonzados. El Gordo lloró ante la humillación de su incontinencia de orina y su miedo. Entonces se hizo la oscuridad. Los sollozos siguieron en el negror hasta el inevitable estampido. También el Chico lloró oculto por las ubicuas sombras.
Esta vez el tiro fue certero, justo en pleno rostro. La imagen deformada pareció provocar náuseas en los cinco jugadores, incluso en el Silencioso.
-Lo hace muy bien. Hay que reconocerlo –dijo el Intelectual-. Ha debido ensayarlo mucho, no debe ser fácil atinar en la oscuridad y tampoco no hacer el menor ruido. Por no mencionar cuando se encienden las luces, es un actor portentoso, no muestra ninguna señal acusadora.
-Tal vez seas tú el que está interpretando –habló el Chico con gesto de desprecio.
-No te caigo bien, ¿verdad? Lo sé, suele pasarme con la gente, ha de ser mi carácter –respondió el Intelectual tranquilamente para luego cambiar a un tono más tenso-. ¡Sé que no vais a creerme, pero yo no soy el asesino y será mejor que alguien lo descubra pronto o moriremos todos!
-¡¿Sí?! ¡Pues delátalo tú! ¡¿No te jode?! –espetó el Chico de nuevo-. ¡¿Piensas que voy a arriesgarme a fallar y morir abrasado por ti?! ¡Ni lo sueñes, amigo!
-Está bien, calmaros, –interrumpió el Serio- esto no conduce a nada, todos conocemos las reglas del juego y sabemos los riesgos. Hay que estar muy seguros antes de acusar a alguien.
-¡¿Quién te ha nombrado pacificador?! –volvió a protestar el Intelectual.
-El sentido común. Ese –contestó desafiante el Serio mirando intensamente a los cristales redondos que ocultaban los ojos entrecerrados por la ira del Intelectual.
-¡Vamos a morir todos! –cortó el Feo súbitamente sorprendiendo a los jugadores. La tensión pudo con él, se encontraba tembloroso y lloraba debido a la ansiedad extrema; la mirada perdida, sin fijarse en un punto en concreto más de medio segundo; balbuceaba para sí mismo, no era dueño de sus actos.
-Te equivocas, amigo, todos no moriremos. Uno sobrevivirá, recuérdalo, el asesino –dijo el Intelectual irónicamente.
-¡No te hagas el gracioso! ¡Esto es muy serio! –volvió a protestar el Feo con el rostro encendido y escupiendo gotas de saliva en compañía de sus gritos.
-Venga, tranquilo. ¿Es que no entendéis que debemos actuar racionalmente? –otra vez intermedió el Serio (comenzaba a estar harto de asumir ese papel).
-Dejadlo, seguro que está fingiendo –intervino el Chico, el cual veía culpables por todos lados-. Puede ser una estratagema, actúa como el inocente asustado histérico y en verdad es el cabrón que nos está jodiendo.
-¡Mentira! –gritó el Feo hacia donde estaba el Chico con los ojos fuertemente cerrados-. ¡¿Y cómo sabemos que no estás simulando tú, eh?!
-Pasando la bola no te defenderás mejor –atacó también el Intelectual.
Parecía que iban a por él. El Feo se quedó callado, asombrado y sin saber qué decir. Tartamudeó un intento de respuesta. Esta vez sí que la comicidad de su gesto hizo sonreír al Chico. Miró con sus saltones ojos a sus contrincantes vivos buscando un espontáneo defensor. Ahora el Serio permaneció en silencio y además mantuvo la vista fija en el sospechoso, recelando involuntariamente de él.
-Debéis creerme –habló el Feo entre sollozos-, yo no soy el asesino. Mientras me acuséis, él será libre para seguir matándonos. Los dos minutos acaban. Por favor, haced algo. No quiero morir.
-¿Qué quieres que hagamos, estúpido? ¿Acusar a alguien? Hazlo tú, cobarde –le recriminó el Intelectual sin compasión alguna y aprovechándose de su estado de ánimo totalmente abatido.
Todos aguardaron enmudecidos, como permitiendo y aceptando el nuevo juego, El de servirse del rival débil.
El Feo levantó lentamente la cabeza. Dejó su boca abierta unos segundos, observó de nuevo a sus compañeros de mesa sobrevivientes y por fin se atrevió a hablar:
-Tú.
-¡Ja! –se oyó la voz al fin del Silencioso ante la mirada fija del Feo, la cual le señalaba.
En ese momento, casualmente, la luz volvió a apagarse, pero la oscuridad desapareció en un instante. Se vio y oyó la familiar explosión de un disparo y, dos segundos después, tal y como estaba previsto, un horrible resplandor iluminó la mesa y a sus ocupantes, los cuales (los vivos) expresaron gestos de terror. Del asiento del Feo surgieron llamas feroces que lo envolvieron velozmente, haciéndole retorcerse y chillar de pura agonía. El calor fue casi insoportable para los otros jugadores, pero ni siquiera los vecinos del sacrificado sufrieron daño alguno. El potente fuego pronto consumió los órganos del Feo, dejando sólo los ennegrecidos huesos. Otro dispositivo acoplado al asiento desprendió un polvo que apagó instantáneamente la combustión, todo estaba preparado.
La luz se encendió. La calavera del Feo parecía querer seguir gritando con la mandíbula exageradamente abierta.
-Qué hijo de puta –se quejó el Serio al ver además levantada la tapa de los sesos del Silencioso. Era un espectáculo repugnante. Por el contrario, el agujero que le había hecho la bala en la frente era excelente, en el centro, perfectamente redondo; olvidando la compasión, hasta era bonito.
-Lo ha vuelto a hacer –continuó hablando-. Al abrasarse este desdichado, conocíamos su error y sabíamos que el acusado no era el asesino, por lo que éste debía ser el próximo eliminado. Es lógico. Qué listo.
-¡Deja de admirarlo, maldita sea! –interrumpió otra vez el Chico-. ¡Quedamos tres y ahora es la apuesta final! ¡Uno más que sea eliminado y no habrá supervivientes! ¡¿Es que no lo recuerdas?! ¡Si quedaran sólo dos, ambos sabrían quién es quién y el asesino ganaría! ¡El último jugador sería también quemado vivo! ¡Hay que descubrirlo ahora o en el siguiente apagón todo habrá acabado!
Tras las palabras suplicantes del Chico, volvió el silencio. El juego estaba llegando a su fin. El gran premio prometido al ganador pronto tendría dueño, todos esos tentadores millones resolverían la vida de alguno de los tres finalistas.
Volvieron a observarse mutuamente, esta vez con aún mayor concentración. Sólo quedaban: el Intelectual, con sus gafas redondas y su blanca camisa empapada de sudor maloliente, movía la cabeza hacia uno y otro compañero de mesa de forma alternativa, se le secaba la boca por la ansiedad y frecuentemente se humedecía los labios con la lengua; el Chico, enteramente estresado al parecer, le latían las sienes con fuerza y un tremendo calor le incomodaba en las orejas (si era el asesino, él también padecía intensamente la tensión de la situación); y el Serio, que ya no lo parecía tanto, al final su tranquilidad había cesado, como si ya se hubiera percatado de la dificultad mortal del juego.
-¡¿Por qué me miras tan fijamente?! –gritó el Intelectual al Chico como reacción a su vehemente mirada-. ¡El asesino es él! –siguió defendiéndose mientras señalaba al Serio con un movimiento hacia arriba de su barbilla.
-No le hagas caso, muchacho. Eso es lo que diría el asesino –dijo el acusado simulando otra vez calma-, no aporta ninguna prueba.
-¡Mierda, mierda! –se quejó el Chico acaso indeciso y a la vez desesperado.
-Pensároslo muy bien –continuó hablando el Serio-, un error más sería fatal. El asesino tiene mucha ventaja. Hay que razonar, olvidar la suerte.
-Demasiados retrasos y demasiada tranquilidad. Tal vez te convenga que nadie se atreva a acusar a nadie –atacó el Intelectual con cara de asco/odio. El Serio calló.
El tiempo transcurría y no sucedía nada. Los jugadores inocentes se devanaban los sesos en busca de una solución, una puerta por la que escapar, alguno incluso se arrepentía de haber estado tan loco como para aceptar participar en aquella terrible competición.
El jugador homicida, en cambio, representaba muy bien su papel y aguardaba ansiosamente el próximo apagón. Después, él sería el ganador, todo ese maravilloso dinero sería suyo, podría hacer todo lo que siempre había deseado: lujo, mujeres, drogas, fiestas, la vida padre. Envejecería hastiado de placeres y luego, cuando muriera... Bueno, eso no tenía importancia, aquello ya llegaría y se ocuparía de ello en su momento, pensó. Sin embargo, un asomo de preocupación (esta vez sincera) pudo verse en su rostro hipócrita.
-¡Hijos de puta! ¡Cabrones! –lloró chillando el Chico con la vista dirigida hacia arriba, hacia la absoluta oscuridad por encima de sus cabezas-. ¡¿Cómo se puede uno recrear con esta mierda?! ¡Pervertidos!
-Olvídalos, no conseguirás nada. Ellos disfrutan con tu dolor, con nuestro sufrimiento –intervino el Intelectual con un aire como de resignación, parecía haberse rendido-. Ya no les queda otra cosa. Son ricos, pueden desear y conseguir lo que quieran, y ahora buscan lo prohibido, lo que hasta entonces les estaba vetado. Han saboreado todas las diversiones y se han decantado por el padecimiento ajeno, el sadismo. Es muy fácil aprovecharse de hombres desesperados, con deudas y, por el contrario, también de hombres ambiciosos y sin escrúpulos ni remordimientos. Prometen un premio millonario y la gente se peleará por jugar en su cancha. Todos estamos aquí por eso.
-Tal vez deberíamos hablar sobre eso –dijo en ese momento el Serio-, sobre nuestras motivaciones. ¿Qué os ha traído a este lugar?
-No hay tiempo para explicaciones, amigo –volvió a hablar el Intelectual- y además seguro que uno de nosotros tendrá un buen embuste preparado. Por mi parte y si te empeñas en saberlo, mi vida está destrozada y sólo veía este estúpido juego como la única salida posible –respondió el Serio.
-Tienes razón, ha de estar muy cercano el último apagón y nuestro enemigo es realmente bueno. Me he fijado en que es muy sutil, no hace ningún ruido al sacar las manos de debajo de la mesa y coger la pistola. También, dispara desde el centro del mueble para no delatarse con el fogonazo. Sí, muy listo y hábil.
De nuevo llegó el silencio durante los que los jugadores calculaban que debían ser los últimos segundos. El Serio y el Intelectual se mantenían alertas; el Chico, en cambio, miraba hacia abajo, hacia sus piernas con los ojos rojos y brillantes por las lágrimas.
El Serio empezó a acercar la cabeza repetidas veces hacia su hombro izquierdo, como tratando infructuosamente de rascarse una zona de la nariz.
-Buen truco, si lo es –sonrió el Intelectual.
-Si no crees que esté atado, ¿por qué no me acusas? –desafió el Serio siguiendo la broma y gesticulando una sonrisa igualmente.
Hubo un duradero cruce de miradas entre los dos contendientes justo en el último segundo.
-¡Eres tú! –gritó repentinamente el Serio hacia el Chico en el único instante ya posible.
El Chico, raudo, levantó la cabeza con los ojos desorbitados por el asombro. Inmediatamente después, su boca se abrió mostrando los dientes en una mueca de rabia, que se fue intensificando mientras se levantaba de la silla y hacía surgir sus pequeñas manos de debajo de la madera.
-¡Te mataré! –chilló intentando agarrar la pistola pero, de pronto, una potente llamarada apareció de su asiento recubriéndole el cuerpo rápidamente de fuego. El Chico gritó como una niña por la agonía y todo él se desplomó retorciéndose encima de la mesa.
El Serio miró triunfante al Intelectual, el cual aún conservaba un cómico gesto mezcla de terror, sorpresa y alivio.
-Todo ha pasado, amigo –dijo el ganador entre sonrisas-. Puedes tranquilizarte.
-Has... has vencido. Lo has hecho –habló débilmente el Intelectual todavía bastante impresionado-. Has ganado el premio.
-Ahora eso no me obsesiona. Ya tendré tiempo más tarde. Lo que me importa de verdad es que estamos vivos y ese cabrón la ha diñado.
Los dos supervivientes observaron en silencio y pensativos el cadáver quemado de su enemigo. Un magnífico rival, sin duda; pero la mínima admiración que sintieron fue rechazada con rapidez ante el recuerdo de sus otros compañeros. Examinaron también sus cuerpos. Ahí estaban el Anciano, el Rubio, el Gordo y el Silencioso, tiroteados sin piedad, además del Feo, igualmente abrasado vivo. Se fijaron en sus horrendas heridas y se imaginaron a sí mismos en su lugar, yaciendo perdedores en esa macabra partida. Automáticamente, las esposas que apresaban sus manos a la mesa se abrieron.
-Quería agradecerte, no sabes cuánto, que me hayas salvado –dijo el Intelectual mientras se frotaba las muñecas-. Ya sé que en la práctica actuaste para sobrevivir tú, pero de todas formas quiero darte las gracias. ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo sabías que era él el asesino?
-Bueno –se interrumpió a posta el Serio recreándose en la curiosidad de su compañero-, deduje que por muy bien que lo hiciera, los jugadores sentados cerca de él podrían llegar a oír o sentir sus movimientos, así que buscó eliminarlos primero a ellos. Fíjate, tú y yo estábamos algo alejados de él. Esa fue nuestra suerte. Y su error.
El Intelectual se quedó mirando la disposición de las sillas y los cadáveres, como comprobando la explicación del Serio, mientras ambos se levantaban de la mesa y se alejaban de ella. A algunos metros, la completa oscuridad desaparecía por la luz proveniente de una puerta que se abrió también aparentemente por sí sola. Los sobrevivientes abandonaron la sala de la muerte aún comentando las incidencias del juego. Tras suya, dejaron olvidados los cuerpos de sus rivales perfectamente inmóviles. Y la luz se apagó.
¿Cuánto tiempo pasó? ¿Minutos? ¿Horas? De pronto, se encendió otra lámpara en la sala, alumbrando otra mesa, otro arma y a ocho participantes más. Nerviosos, los jugadores se examinaban recíprocamente, estudiando cada gesto, cada gota de sudor, cualquier cosa que les señalara a un asesino.
Transcurrieron dos minutos. Entonces se hizo la oscuridad, hasta el resplandor mortífero de un revólver al dispararse.
Me ha gustado mucho este relato, su intriga y ritmo aunque he de confesar que no imaginaba ese final ni tampoco ese culpable.
ResponderEliminarGracias por tu atención, bonica, y por tus ánimos. Espero seguir así, que te guste mi obra y sobre todo mi persona.
ResponderEliminarMuac.