sábado, 25 de diciembre de 2010

APUESTA FINAL

2º premio del III Certamen de Creación Joven "Ciudad de Almería"


Una mesa... Ocho hombres... Un revólver... Y una partida mortal.
Se apaga la única luz, el arma es disparada secretamente y uno de los jugadores muere. ¿Quién es el asesino?
La terrible secuencia se va repitiendo cada dos exiguos minutos y el tiempo se agota. El ganador será el que adivine al verdugo, obteniendo un ingente premio. Quien se equivoque será sacrificado agónicamente. O llegará su turno y perecerá por la ignota mano asesina.



Se encendió la luz. Una lámpara con una sola bombilla colgaba del techo, alumbrando una gran mesa redonda. Sentados a ella, ocho hombres y, en el centro del mueble, un revólver del 45 únicamente. Lo demás era oscuridad absoluta. El silencio era total. El arma brillaba por el reflejo metálico de la solitaria luz. Los hombres parecían hipnotizados por el resplandor pero, poco a poco, osaron comenzar a mirarse los unos a los otros. Se inspeccionaron mutuamente, con fugaces vistazos que apartaban al momento cuando las miradas se enfrentaban. Había gran tensión y expectación, se sentía la respiración profunda y entrecortada del vecino y podía olerse el excesivo sudor de su cuerpo provocado por la adrenalina.
Ocho hombres, de distintas edades, de diferente aspecto, con desiguales expresiones. El Anciano, calva canosa y piel muy enrojecida, seguramente fue pelirrojo antes de envejecer; su vigilancia nerviosa hacia sus compañeros de mesa parecía delatar un miedo puro. El Intelectual, o así asemejaba con sus gafas redondas y el pelo engominado hacia atrás; todo su aspecto era exquisito, perfectamente aseado y con ropa elegante y limpia; desgraciadamente, un sudor ansioso empezaba a empapar su cuerpo y su vestimenta, pronto incluso olería mal. El Rubio; joven, atractivo, ojos verdes, camisa roja de cuadros; miraba más la pistola que a los demás participantes, tal vez buscando una solución en ella, acaso no atreviéndose a levantar la cabeza. El Serio, pelo negro y gesto tranquilo, observaba a los otros jugadores como intentando adivinar algo en sus miradas o movimientos; no parecía conturbado por la situación. El Chico, el adolescente, 18 ó 19 años, una lástima; en apariencia muy nervioso pero disimulándolo bastante bien, aunque el temblor de sus manos le acusaba. El Feo; bueno, no tanto, sólo unos ojos algo saltones; los movía angustiosamente de un lado a otro recorriendo toda la órbita; hubiera sido algo cómico, pero no en aquel contexto; parecía estar pasándolo mal de veras, asemejaba estar muy asustado (¿puro teatro?). El Silencioso, porque no articulaba palabra; como el Serio, sólo examinaba a sus contrincantes, sin ninguna inquietud al parecer; era como si no perteneciera al grupo, aunque si estaba allí por un error, tampoco lo demostraba. Y, por supuesto, finalmente el Gordo; también sudaba cuantiosamente, relamiendo de forma asquerosa y frecuente las gotas de sudor que se concentraban en su bigote afeitado.
Los ocho hombres siguieron mirándose en silencio hasta que se cumplieron dos minutos, luego se apagó la luz. De súbito, un disparo atronó agudamente el lugar a la vez que un fogonazo brilló en el centro de la mesa. Era esperado de manera ansiosa, pero el estruendo asustó cogiendo por sorpresa a todos los hombres menos a uno. Volvió la luz y la cara del Rubio yacía incómodamente en la madera del tablero. Por su cuello manaba la sangre, bañando la superficie de la mesa y goteando por debajo. La sensación de terror de casi todos los jugadores aumentó muchos grados. También experimentaron repugnancia ante el cadáver cercano, pero la partida debía continuar.
-Bueno, ya sólo quedamos siete –habló por fin rompiendo el hielo el Serio-. Alguien tenía que ser el primero y le ha tocado a él.
-Dos minutos más y habrá otra muerte –sentenció el Gordo con la vista baja, como rindiéndose a lo inevitable del hecho.
De nuevo se hizo el silencio. Alguno comenzó a contar mentalmente los 120 segundos, pero abandonó el terrible cálculo por la desesperación. Los dos minutos se hacían eternos. Conforme pasaba el tiempo, la tensión iba creciendo. Se vigilaban los unos a los otros nerviosamente, con el estómago oprimido y un calor muy molesto concentrado en las sienes.
Volvió la oscuridad repentinamente. Otra vez al unísono el resplandor y el estruendo, acompañado éste por algunos gritos de pánico. Con la luz llegaron también los suspiros de alivio. Otro muerto, seis supervivientes. La sangre que humedecía su blanca camisa hacía juego con su piel. El Anciano realizaba un último estertor con la cabeza caída hacia atrás, vomitando plasma rojo proveniente de un pulmón lacerado. No se movería más.
-Otro menos para descubrir al asesino-. Todos dirigieron la mirada hacia el Intelectual, que había hablado. –El círculo se cierra –volvió a decir.
El Chico, vecino del Anciano en la mesa, inclinó el cuerpo en su asiento tratando de observar las manos de la nueva víctima.
-¿Qué haces? Sabes que todo está dispuesto para no alcanzar a ver las ataduras de debajo de la mesa –le increpó el Serio.
-Lo sé, lo sé-. El Chico agachó la cabeza y se puso colorado por la vergüenza. -Tal vez ha sido una tontería, pero se me había ocurrido que podía ser un truco y el viejo estar fingiendo. Ya sabéis, salsa de tomate y eso... Bah, olvidadlo –calló finalmente humillado.
Algunos de los jugadores sonrieron, como no recordando momentáneamente la seriedad de la situación, el peligro acechante.
-Vamos, concentraros –casi rogó el Feo-. Debemos delatar a quien no está atado bajo la mesa; si no, nos matará a todos uno por uno.
Parecieron surtir efecto las palabras del Feo y cesaron los comentarios. Volvió la aterradora espera. Casi todos pensaban si ellos serían los próximos y buscaban alguna pista acusadora en sus compañeros-contrincantes.
De nuevo se hizo la oscuridad repentinamente, haciendo gritar tal vez por el susto al Chico. En la absoluta negrura, sólo se escuchaban sus jadeos como desesperados.
-Cierra la boca, chaval –se oyó claramente la voz del Serio. Continuaron unos horribles segundos más en los que los competidores estaban alertas intentando localizar algún sonido sospechoso.
De pronto y sin previo aviso, otro disparo más. El asesino lo había hecho de nuevo, los había burlado. Volvió la luz y los ojos de los rivales, mientras tardaban temporal y molestosamente en acostumbrarse a ella otra vez, buscaban con curiosidad morbosa quién había caído. Asombrosamente, el Gordo jadeaba aterrorizado pero al mismo tiempo aliviado, la bala le había sólo destrozado una oreja.
-Ha... ha fallado. ¡Ha fallado! –corroboró el herido lo que ya todos imaginaban.
-Bien, lo más probable es que tú no seas el asesino, a no ser que estés rematadamente loco –dijo el Feo utilizando la lógica. Todos parecieron asentir ante su razonamiento por un instante.
-Sí, pero a nuestro homicida no le conviene que eso se sepa. Volverá a por ti –habló el Intelectual decididamente.
-¡Maldito estúpido insensible! ¡Eres imbécil o tan cabrón para ser el asesino! –interrumpió el Serio-. ¡¿Por qué no te metes la lengua en el culo y dejas de pensar en voz alta?!
-¡Hijo de puta! ¡No voy a tolerar...!
-¡Callaros! ¡Callaros, joder!
Todos miraron al Gordo sorprendidos por su reacción. El sudor ahora le chorreaba incluso diluyendo la sangre que manaba de su apéndice despedazado. El labio inferior le temblaba con rápidos y cortos movimientos. No apartaron la vista de él. No podían. Se regodearon sin malicia, inconscientemente, (excepto uno) del terror de su compañero, de su angustiosa espera. Un sonido familiar de líquido goteando en el suelo llegó a sus oídos. En ese momento algunos bajaron la mirada avergonzados. El Gordo lloró ante la humillación de su incontinencia de orina y su miedo. Entonces se hizo la oscuridad. Los sollozos siguieron en el negror hasta el inevitable estampido. También el Chico lloró oculto por las ubicuas sombras.
Esta vez el tiro fue certero, justo en pleno rostro. La imagen deformada pareció provocar náuseas en los cinco jugadores, incluso en el Silencioso.
-Lo hace muy bien. Hay que reconocerlo –dijo el Intelectual-. Ha debido ensayarlo mucho, no debe ser fácil atinar en la oscuridad y tampoco no hacer el menor ruido. Por no mencionar cuando se encienden las luces, es un actor portentoso, no muestra ninguna señal acusadora.
-Tal vez seas tú el que está interpretando –habló el Chico con gesto de desprecio.
-No te caigo bien, ¿verdad? Lo sé, suele pasarme con la gente, ha de ser mi carácter –respondió el Intelectual tranquilamente para luego cambiar a un tono más tenso-. ¡Sé que no vais a creerme, pero yo no soy el asesino y será mejor que alguien lo descubra pronto o moriremos todos!
-¡¿Sí?! ¡Pues delátalo tú! ¡¿No te jode?! –espetó el Chico de nuevo-. ¡¿Piensas que voy a arriesgarme a fallar y morir abrasado por ti?! ¡Ni lo sueñes, amigo!
-Está bien, calmaros, –interrumpió el Serio- esto no conduce a nada, todos conocemos las reglas del juego y sabemos los riesgos. Hay que estar muy seguros antes de acusar a alguien.
-¡¿Quién te ha nombrado pacificador?! –volvió a protestar el Intelectual.
-El sentido común. Ese –contestó desafiante el Serio mirando intensamente a los cristales redondos que ocultaban los ojos entrecerrados por la ira del Intelectual.
-¡Vamos a morir todos! –cortó el Feo súbitamente sorprendiendo a los jugadores. La tensión pudo con él, se encontraba tembloroso y lloraba debido a la ansiedad extrema; la mirada perdida, sin fijarse en un punto en concreto más de medio segundo; balbuceaba para sí mismo, no era dueño de sus actos.
-Te equivocas, amigo, todos no moriremos. Uno sobrevivirá, recuérdalo, el asesino –dijo el Intelectual irónicamente.
-¡No te hagas el gracioso! ¡Esto es muy serio! –volvió a protestar el Feo con el rostro encendido y escupiendo gotas de saliva en compañía de sus gritos.
-Venga, tranquilo. ¿Es que no entendéis que debemos actuar racionalmente? –otra vez intermedió el Serio (comenzaba a estar harto de asumir ese papel).
-Dejadlo, seguro que está fingiendo –intervino el Chico, el cual veía culpables por todos lados-. Puede ser una estratagema, actúa como el inocente asustado histérico y en verdad es el cabrón que nos está jodiendo.
-¡Mentira! –gritó el Feo hacia donde estaba el Chico con los ojos fuertemente cerrados-. ¡¿Y cómo sabemos que no estás simulando tú, eh?!
-Pasando la bola no te defenderás mejor –atacó también el Intelectual.
Parecía que iban a por él. El Feo se quedó callado, asombrado y sin saber qué decir. Tartamudeó un intento de respuesta. Esta vez sí que la comicidad de su gesto hizo sonreír al Chico. Miró con sus saltones ojos a sus contrincantes vivos buscando un espontáneo defensor. Ahora el Serio permaneció en silencio y además mantuvo la vista fija en el sospechoso, recelando involuntariamente de él.
-Debéis creerme –habló el Feo entre sollozos-, yo no soy el asesino. Mientras me acuséis, él será libre para seguir matándonos. Los dos minutos acaban. Por favor, haced algo. No quiero morir.
-¿Qué quieres que hagamos, estúpido? ¿Acusar a alguien? Hazlo tú, cobarde –le recriminó el Intelectual sin compasión alguna y aprovechándose de su estado de ánimo totalmente abatido.
Todos aguardaron enmudecidos, como permitiendo y aceptando el nuevo juego, El de servirse del rival débil.
El Feo levantó lentamente la cabeza. Dejó su boca abierta unos segundos, observó de nuevo a sus compañeros de mesa sobrevivientes y por fin se atrevió a hablar:
-Tú.
-¡Ja! –se oyó la voz al fin del Silencioso ante la mirada fija del Feo, la cual le señalaba.
En ese momento, casualmente, la luz volvió a apagarse, pero la oscuridad desapareció en un instante. Se vio y oyó la familiar explosión de un disparo y, dos segundos después, tal y como estaba previsto, un horrible resplandor iluminó la mesa y a sus ocupantes, los cuales (los vivos) expresaron gestos de terror. Del asiento del Feo surgieron llamas feroces que lo envolvieron velozmente, haciéndole retorcerse y chillar de pura agonía. El calor fue casi insoportable para los otros jugadores, pero ni siquiera los vecinos del sacrificado sufrieron daño alguno. El potente fuego pronto consumió los órganos del Feo, dejando sólo los ennegrecidos huesos. Otro dispositivo acoplado al asiento desprendió un polvo que apagó instantáneamente la combustión, todo estaba preparado.
La luz se encendió. La calavera del Feo parecía querer seguir gritando con la mandíbula exageradamente abierta.
-Qué hijo de puta –se quejó el Serio al ver además levantada la tapa de los sesos del Silencioso. Era un espectáculo repugnante. Por el contrario, el agujero que le había hecho la bala en la frente era excelente, en el centro, perfectamente redondo; olvidando la compasión, hasta era bonito.
-Lo ha vuelto a hacer –continuó hablando-. Al abrasarse este desdichado, conocíamos su error y sabíamos que el acusado no era el asesino, por lo que éste debía ser el próximo eliminado. Es lógico. Qué listo.
-¡Deja de admirarlo, maldita sea! –interrumpió otra vez el Chico-. ¡Quedamos tres y ahora es la apuesta final! ¡Uno más que sea eliminado y no habrá supervivientes! ¡¿Es que no lo recuerdas?! ¡Si quedaran sólo dos, ambos sabrían quién es quién y el asesino ganaría! ¡El último jugador sería también quemado vivo! ¡Hay que descubrirlo ahora o en el siguiente apagón todo habrá acabado!
Tras las palabras suplicantes del Chico, volvió el silencio. El juego estaba llegando a su fin. El gran premio prometido al ganador pronto tendría dueño, todos esos tentadores millones resolverían la vida de alguno de los tres finalistas.
Volvieron a observarse mutuamente, esta vez con aún mayor concentración. Sólo quedaban: el Intelectual, con sus gafas redondas y su blanca camisa empapada de sudor maloliente, movía la cabeza hacia uno y otro compañero de mesa de forma alternativa, se le secaba la boca por la ansiedad y frecuentemente se humedecía los labios con la lengua; el Chico, enteramente estresado al parecer, le latían las sienes con fuerza y un tremendo calor le incomodaba en las orejas (si era el asesino, él también padecía intensamente la tensión de la situación); y el Serio, que ya no lo parecía tanto, al final su tranquilidad había cesado, como si ya se hubiera percatado de la dificultad mortal del juego.
-¡¿Por qué me miras tan fijamente?! –gritó el Intelectual al Chico como reacción a su vehemente mirada-. ¡El asesino es él! –siguió defendiéndose mientras señalaba al Serio con un movimiento hacia arriba de su barbilla.
-No le hagas caso, muchacho. Eso es lo que diría el asesino –dijo el acusado simulando otra vez calma-, no aporta ninguna prueba.
-¡Mierda, mierda! –se quejó el Chico acaso indeciso y a la vez desesperado.
-Pensároslo muy bien –continuó hablando el Serio-, un error más sería fatal. El asesino tiene mucha ventaja. Hay que razonar, olvidar la suerte.
-Demasiados retrasos y demasiada tranquilidad. Tal vez te convenga que nadie se atreva a acusar a nadie –atacó el Intelectual con cara de asco/odio. El Serio calló.
El tiempo transcurría y no sucedía nada. Los jugadores inocentes se devanaban los sesos en busca de una solución, una puerta por la que escapar, alguno incluso se arrepentía de haber estado tan loco como para aceptar participar en aquella terrible competición.
El jugador homicida, en cambio, representaba muy bien su papel y aguardaba ansiosamente el próximo apagón. Después, él sería el ganador, todo ese maravilloso dinero sería suyo, podría hacer todo lo que siempre había deseado: lujo, mujeres, drogas, fiestas, la vida padre. Envejecería hastiado de placeres y luego, cuando muriera... Bueno, eso no tenía importancia, aquello ya llegaría y se ocuparía de ello en su momento, pensó. Sin embargo, un asomo de preocupación (esta vez sincera) pudo verse en su rostro hipócrita.
-¡Hijos de puta! ¡Cabrones! –lloró chillando el Chico con la vista dirigida hacia arriba, hacia la absoluta oscuridad por encima de sus cabezas-. ¡¿Cómo se puede uno recrear con esta mierda?! ¡Pervertidos!
-Olvídalos, no conseguirás nada. Ellos disfrutan con tu dolor, con nuestro sufrimiento –intervino el Intelectual con un aire como de resignación, parecía haberse rendido-. Ya no les queda otra cosa. Son ricos, pueden desear y conseguir lo que quieran, y ahora buscan lo prohibido, lo que hasta entonces les estaba vetado. Han saboreado todas las diversiones y se han decantado por el padecimiento ajeno, el sadismo. Es muy fácil aprovecharse de hombres desesperados, con deudas y, por el contrario, también de hombres ambiciosos y sin escrúpulos ni remordimientos. Prometen un premio millonario y la gente se peleará por jugar en su cancha. Todos estamos aquí por eso.
-Tal vez deberíamos hablar sobre eso –dijo en ese momento el Serio-, sobre nuestras motivaciones. ¿Qué os ha traído a este lugar?
-No hay tiempo para explicaciones, amigo –volvió a hablar el Intelectual- y además seguro que uno de nosotros tendrá un buen embuste preparado. Por mi parte y si te empeñas en saberlo, mi vida está destrozada y sólo veía este estúpido juego como la única salida posible –respondió el Serio.
-Tienes razón, ha de estar muy cercano el último apagón y nuestro enemigo es realmente bueno. Me he fijado en que es muy sutil, no hace ningún ruido al sacar las manos de debajo de la mesa y coger la pistola. También, dispara desde el centro del mueble para no delatarse con el fogonazo. Sí, muy listo y hábil.
De nuevo llegó el silencio durante los que los jugadores calculaban que debían ser los últimos segundos. El Serio y el Intelectual se mantenían alertas; el Chico, en cambio, miraba hacia abajo, hacia sus piernas con los ojos rojos y brillantes por las lágrimas.
El Serio empezó a acercar la cabeza repetidas veces hacia su hombro izquierdo, como tratando infructuosamente de rascarse una zona de la nariz.
-Buen truco, si lo es –sonrió el Intelectual.
-Si no crees que esté atado, ¿por qué no me acusas? –desafió el Serio siguiendo la broma y gesticulando una sonrisa igualmente.
Hubo un duradero cruce de miradas entre los dos contendientes justo en el último segundo.
-¡Eres tú! –gritó repentinamente el Serio hacia el Chico en el único instante ya posible.
El Chico, raudo, levantó la cabeza con los ojos desorbitados por el asombro. Inmediatamente después, su boca se abrió mostrando los dientes en una mueca de rabia, que se fue intensificando mientras se levantaba de la silla y hacía surgir sus pequeñas manos de debajo de la madera.
-¡Te mataré! –chilló intentando agarrar la pistola pero, de pronto, una potente llamarada apareció de su asiento recubriéndole el cuerpo rápidamente de fuego. El Chico gritó como una niña por la agonía y todo él se desplomó retorciéndose encima de la mesa.
El Serio miró triunfante al Intelectual, el cual aún conservaba un cómico gesto mezcla de terror, sorpresa y alivio.
-Todo ha pasado, amigo –dijo el ganador entre sonrisas-. Puedes tranquilizarte.
-Has... has vencido. Lo has hecho –habló débilmente el Intelectual todavía bastante impresionado-. Has ganado el premio.
-Ahora eso no me obsesiona. Ya tendré tiempo más tarde. Lo que me importa de verdad es que estamos vivos y ese cabrón la ha diñado.
Los dos supervivientes observaron en silencio y pensativos el cadáver quemado de su enemigo. Un magnífico rival, sin duda; pero la mínima admiración que sintieron fue rechazada con rapidez ante el recuerdo de sus otros compañeros. Examinaron también sus cuerpos. Ahí estaban el Anciano, el Rubio, el Gordo y el Silencioso, tiroteados sin piedad, además del Feo, igualmente abrasado vivo. Se fijaron en sus horrendas heridas y se imaginaron a sí mismos en su lugar, yaciendo perdedores en esa macabra partida. Automáticamente, las esposas que apresaban sus manos a la mesa se abrieron.
-Quería agradecerte, no sabes cuánto, que me hayas salvado –dijo el Intelectual mientras se frotaba las muñecas-. Ya sé que en la práctica actuaste para sobrevivir tú, pero de todas formas quiero darte las gracias. ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo sabías que era él el asesino?
-Bueno –se interrumpió a posta el Serio recreándose en la curiosidad de su compañero-, deduje que por muy bien que lo hiciera, los jugadores sentados cerca de él podrían llegar a oír o sentir sus movimientos, así que buscó eliminarlos primero a ellos. Fíjate, tú y yo estábamos algo alejados de él. Esa fue nuestra suerte. Y su error.
El Intelectual se quedó mirando la disposición de las sillas y los cadáveres, como comprobando la explicación del Serio, mientras ambos se levantaban de la mesa y se alejaban de ella. A algunos metros, la completa oscuridad desaparecía por la luz proveniente de una puerta que se abrió también aparentemente por sí sola. Los sobrevivientes abandonaron la sala de la muerte aún comentando las incidencias del juego. Tras suya, dejaron olvidados los cuerpos de sus rivales perfectamente inmóviles. Y la luz se apagó.


¿Cuánto tiempo pasó? ¿Minutos? ¿Horas? De pronto, se encendió otra lámpara en la sala, alumbrando otra mesa, otro arma y a ocho participantes más. Nerviosos, los jugadores se examinaban recíprocamente, estudiando cada gesto, cada gota de sudor, cualquier cosa que les señalara a un asesino.
Transcurrieron dos minutos. Entonces se hizo la oscuridad, hasta el resplandor mortífero de un revólver al dispararse.

domingo, 19 de diciembre de 2010

LA TROTONA

SINOPSIS CON SPOILER
Mariano en el balcón de la sede de su partido, festejando su triunfo con sus votantes congregados. Le acompaña su mujer, la cual detesta secretamente. ¿Por qué? Porque en realidad él es homosexual. Fue conminado a casarse por sus dirigentes, con lo que lleva una doble vida: hetero, decente y conservador de cara a la galería, y maricona hipócrita anónimamente.
Inclusive, en su pasado se oculta un oscuro secreto, de los días en que era conocido como "La Trotona de Pontevedra", debido a sus incesantes recorridos en busca de hombres. Una noche, en una feria, ocurrió algo, algo prohibido, delictuoso... y encubierto. Sedujo a un menor prometiéndole todo, incluido amor eterno. Luego lo abandonó ante el ataque de unos vándalos, si bien pensaba hacerlo de una u otra manera. Éstos desfiguraron al chaval, lo lisiaron, y él no hizo nada.
Pero ahora, en su momento más glorioso, el pasado resurge implacable, y hay muchos intereses poderosos en juego, por lo que el crimen y la violencia son ineluctables.



SINOPSIS SIN SPOILER
Escabroso relato de ficción sobre el pasado oculto de un presidente.
Su triunfo pendiente de un hilo, al resurgir su secreto más horrendo.
No ya por algún escándalo sexual, sino más bien por su cobardía e infamia.
¿El fin de un candidato?

Quién sabe.




-¡Presidente! ¡Presidente!

Mariano sonrió a la muchedumbre que le ovacionaba, al mundo, a su buena suerte... Respiró hondo, inflándose de orgullo, de la admiración que le dirigían sus seguidores y acólitos, del poder y la trascendencia que tendría desde ahora en sus manos. Miró éstas, arrugadas algo ya por la edad, si bien no encallecidas por alguna dura labor, pues había trabajado mucho durante toda su vida, aunque no en ningún oficio proletario.
No, éste no había sido su estilo. Siempre había apuntado a lo alto, a la élite, donde se sentía más a gusto. Su personalidad ansiaba codearse, pertenecer a los grandes, los que gobernaban el sistema, los que regían el destino de los inferiores, los que disfrutaban verdaderamente de la existencia regalándose con todos los placeres posibles: el dinero, el lujo, la autoridad, el sexo, la fama, las exquisiteces…
Para ello había sabido juntarse con la gente apropiada desde la niñez, desde que tuvo uso de razón. Su idiosincrasia egoísta le llevó a desearlo todo y a pisotear al resto si se interponían a él, no obstante también era hábil en contenerse y aplazar la consecución de sus sueños si era ventajoso. Y eso había hecho, esperar hasta su gran momento, en el que se encontraba en ese instante subido a aquel balcón recibiendo vítores.
Todo empezó realmente en la adolescencia, en el despertar de sus hormonas y de sus ambiciones políticas. Enseguida tuvo conocimiento y se sintió atraído por las juventudes de un partido conservador, y con rapidez fue escalando puestos dentro de él encargándose de trabajos sucios, intrigando a favor de bandos ganadores y relacionándose con las altas esferas jerárquicas.
Sólo una cosa se interfería en su codiciosa carrera, y pensó en ello al observar a su esposa que le acompañaba en aquel momento de gloria. Ella le sonrió y se arrojó en sus brazos, plena de amor y de contento. Mariano correspondió su gesto cariñoso de cara a la galería, lo cual arrancó aplausos y hurras más vehementes de los acérrimos votantes congregados para festejar la aguardada victoria electoral. Apretó el talle de ella por encima del vestido sin ninguna respuesta emocional ni excitada por su parte. En cambio, lo que sí sintió fue el acostumbrado y profundo hastío que le producían sus años de casado, y el intenso desprecio y asco que profesaba a la buena de su mujer.
¿Qué le había hecho desposarse con ella? Mejor dicho: ¿quién le había obligado a ello? Recordó aquella fatídica reunión antes de llegar a la cúspide, con los barones más insignes del partido, quienes habían tomado la resolución más importante para su profesión, su vida y su felicidad.
-Mariano –habló el número 1 con aquel tono que no admitía réplica-, para evitar futuros y seguros escándalos has de parecer honorable. Serlo no, porque eso es inviable. Discreto sí, porque es dogma de todos nosotros. Pero hay que aparentar decencia por encima de todo. Conocemos tus gustos peculiares y sabemos que no podrás eludirlos. Es por ello que si anhelas escalar en la política, y nosotros creemos que tienes madera, debes actuar con toda la normalidad posible. ¿Me comprendes?
-¿A qué se refiere exactamente? –preguntó el aludido.
-Muy fácil –dijo ahora el segundo de a bordo-, tienes que cortejar a una mujer y llevarla al altar.
Aquellas tremendas palabras se clavaron en su corazón y supo que ya nada sería igual.
-Bien, ¿qué respondes? ¿Lo harás por el partido y sobre todo por ti? –intervino otra de las participantes con una risita maliciosa y burlona en sus maquillados labios.
-Sí, lo haré… -asintió Mariano, aunque con la cabeza gacha-, pero…
-Oh, no te preocupes por nada –volvió a decir el segundo-. La candidata ya ha sido elegida y es perfecta: de buena presencia, respetable y respetada, licenciada y en especial ingenua, o sea, fácilmente manipulable; ya ha sido cotejada, arde en deseos románticos y libidinosos para con un hombre esbelto como tú. Se dejará seducir sin problemas, aun por un inexperto en estos casos. Os casaremos en cuanto se pueda y todo lo demás irá rodado, no debes inquietarte. Únicamente habrás de minimizar y continuar ocultando tus actos impúdicos, además de fingir ser un marido amante y familiar. Sí..., no pongas esa cara..., es imprescindible que le hagas el amor con regularidad y que tengáis algún hijo. Que ella, el público y los electores estén contentos..., tú me entiendes.
El mundo se le vino encima a Mariano, si bien aceptó enseguida que aquello era lo mejor. Como le habían prometido, la candorosa pretendiente era sencillamente eso. Cuando fueron presentados, ella se ruborizó y pareció hacérsele la boca agua con aquel alto galán que tenía enfrente. La pobre no sospechaba nada y se las creía muy felices con aquel mariquita clandestino.
Porque era eso lo que podía fastidiarle sus delirios de poder. No ella, su señora, tan inocente, sino él mismo y sus "perversiones"; o así las llamaban su gente entre bambalinas, a pesar de que era sabido y difundido mediante cuchicheos que muchos otros de sus congéneres pertenecían a aquel despreciado club, aunque por supuesto lo negaban y lo repudiaban hipócritamente. Así que lo que más llenaba a Mariano, lo que más le hacía dichoso, lo que le sumía en fantasías prohibidas y deliciosas a cualquier embarazoso instante del día era precisamente lo vedado, lo repudiado, lo vergonzoso, lo oculto.
De nuevo no logró contenerse en esta noche gloriosa y se abstrajo con ensueños indecorosos. Su cara fue un poema durante unos segundos que quedaron reflejados por las cámaras de todas las televisiones. Se imaginó rodeado de cuerpos musculosos, brillantemente sudorosos, abrazándole, acariciándole, deseándole, besándole... Una rebelde y leve gota de saliva escapó de la comisura izquierda de su labio, tratando de acusarle al iniciar un descenso a través de la densa y canosa barba. Aquello despertó a Mariano a tiempo de sorberla y le devolvió a la realidad memorable que estaba viviendo.



Al fin quedó Mariano solo en su despacho a petición propia. Estaba agotado de veras, demasiadas tensiones por un día, incluso para él que podía alardear de trabajador incansable, y aun cuando le había llegado el premio que toda la vida había aguardado. Así que se deshizo de sus colaboradores y de su mujer, y se repantigó en su sillón profiriendo un sonoro suspiro de alivio. Transcurrieron unos deliciosos segundos silenciosos en los que simplemente, con los ojos cerrados, se perdió en un mar de pensamientos leves aunque tenaces hasta que, como escapados de un sueño, escuchó los característicos crujidos de un sofá de cuero en el que alguien se acomodaba. Enfrente de él, en el tresillo y tras una mesita que servían para recibir visitas, una figura se recortaba en la tenue obscuridad. A Mariano el corazón le dio un vuelco y sólo acertó a emitir un quejido ridículamente femíneo.
-¿Q-Quién anda ahí...? ¿Quién eres? -logró después preguntar.
-Soy tu conciencia. O tu demonio. O tu perdición. Pronto lo decidirás tú -resonó en la negrura una voz aflautada, pero firme.
Aquel timbre removió las entrañas de la memoria de Mariano, como un deja vu, si bien no pudo situarlo, por lo que dedujo instantáneamente que se trataba de alguien del pasado, de alguna remota época de sus vivencias.
-Puedo llamar a Seguridad descolgando este teléfono, se lo hago saber -dijo el político de forma serena y sin embargo débil.
-No te acuerdas de mí, ¿verdad? No reconoces mi voz, ¿no es cierto? Tan poco signifiqué para ti, ¿no? Fueron mentiras todas tus promesas, ¿a que sí...? ¿Mmm?
Una gran luz iluminó la mente de Mariano, a pesar de que la sala permanecía en absolutas tinieblas. Al fin recordó a aquella misteriosa persona, por el delicado tono y las expresiones características que articulaba. Su pensamiento viajó muchos años atrás y muchos kilómetros también, hacia su mocedad y a su añorada Pontevedra, de donde era originario. Evocó una noche en particular, una fecha festiva en concreto y una feria en especial. Volvió a verse como era entonces: joven, inmaduro, alocado..., ávido. ¿Qué era lo que anhelaba? Indudablemente, en su despertar hormonal y homosexual deseaba, necesitaba hombres.
Pero éstos eran costosos, como bien se dio cuenta enseguida y de manera cruel casi siempre. La mayoría gustaba sin más de las mujeres, por lo cual eran inalcanzables. En cuanto a sus compañeros de orientación sexual, eran minoría y dificultosos de localizar en gran parte, sobre todo por las restricciones morales y de doble moral de aquellas épocas. Sin embargo él buscaba y no se resignaba: en el colegio, en el instituto, en las calles, en los viajes y, cómo no, en las ferias, donde la multitud heterodoxa y extraña le favorecía en relación a una mayor discreción, invisibilidad e impudicia. Se sentía como pez en el agua, recorriendo sin cesar ni agotamiento las avenidas engalanadas, alumbradas y ocupadas por las estructuras feriantes. La noche se llenaba de hombres: mozos y más maduros, rubios y morenos, altos y bajos, delgados y gruesos... Descartaba a muchos, por supuesto, tal era su ingente número, decantándose principalmente por su tipo ideal: púberes y enjutos. Cuando los descubría entre la maraña de gente, los contemplaba extasiado y los seguía hasta que se percataban y se escandalizaban de ello. Entonces huía veloz, cosa que siempre se le dio fenómeno, mezclándose entre la muchedumbre auxiliadora hasta que diera inicio una nueva caza. En otras ocasiones atinaba y hallaba algún grupo más entrado en años, condescendiente e incluso receptivo. En esos instantes surgía el amor, si se le podía llamar así dada su fugacidad, pero no era esto lo que él ansiaba.
Un día sí dio con ello, la noche referida. Entró en una caseta abarrotada, aunque sus ojos se dirigieron a él de inmediato. Brillaba aquel maravilloso efebo a través de su sonrisa. Sus ademanes finos le delataban, sus cejas perfiladas, su mirada descarada... Hubo cruces de miradas desde el primer momento: subrepticias, ardorosas, efímeras. Poco a poco Mariano fue aproximándose no tímidamente, sino de modo precavido, pues su experiencia así lo aconsejaba. Se presentó durante un descuido de los profusos acompañantes del adonis, asimismo pendientes y deseosos en sumo grado de él, de menos edad y peores rivales para el candidato en ciernes. No obstante se coló entre la manada de fieros pretendientes, susurrándole su nombre y algo más:
-Tu sitio no es éste. Resplandeces demasiado.
-¿Ah, sí? ¿Y cuál es, según tú, mmm? -contestó con más preguntas el sonriente galán.
Mariano no respondió de inmediato, embelesado con el perfume y la cercanía de su ansiado. Su cutis era espléndido, blanquecino, sólo maculado por algún ocasional y gracioso lunar. Su límpido pelo negro, en contraste con su piel y su camisa albas, y en consonancia con sus pantalones y zapatos igualmente brunos. Su atractiva delgadez se apreciaba por entre los huecos de su ropa, se dibujaba a través de las transparencias que jugaban con la luz reinante, surgía perecedera a cada uno de sus ágiles movimientos. Su rostro, al fin, era excelso. Dos ingentes iris zarcos encumbraban su faz simétrica y, más abajo, la dicha de su boca: dos escarlatas labios carnosos que se abrían generosos para mostrar su recta dentadura nívea. Al entender de quien ahora lo contemplaba encandilado, el muchacho era sublime; en realidad (más adelante lo pensó Mariano), adolecía de una nariz algo abultada y su tez estaba mancillada por la maldición pubescente del acné. De hecho, su sequedad rayaba el raquitismo y la fragancia de su colonia barata era empañada por su penetrante aliento, mezcla de alcohol y efervescencias gástricas varias. Sin embargo, para un espíritu enamorado por un flechazo y salido, aquellas menudencias no contaban.
-Pues... -volvió en sí finalmente Mariano-, tu lugar son las estrellas como techo y la hierba como lecho.
-¿Y tú tumbado a mi lado, supongo? -objetó con ironía el chaval, ahíto ya de tantas y tamañas zalamerías durante su exigua edad.
-Acertaste, no harás mejor elección en tu vida -contraatacó la Trotona, ducho también en tal menesteres.
-Eres tú muy arrogante, amigo -empezó el mancebo a dejar por zanjado el asunto, pensando que la noche era muy larga.
-Lo soy porque puedo, hermoso. Puedo dártelo todo, créeme -tentó aún más Mariano.
-¿Y qué es todo para ti, ricura? -inquirió el chico entre interesado y escéptico.
-No, la pregunta es qué es todo para ti, no para mí. Yo ya lo tengo todo, y todavía conseguiré más. La cuestión es si tú querrás compartirlo conmigo..., si sabrás hacer lo correcto -dejó caer el embaucador.
-Dime más -dijo el zagal ahora vivamente intrigado.
-No, aquí no. En este instante debes comenzar a tomar decisiones. Afuera. Ya sabes, la noche..., las estrellas..., la intimidad... Te contaré cómo alcanzar la gloria, no tengas miedo.
-No tengo miedo, me gusta la aventura. Sólo que no me voy con cualquiera. Espero que lo que me ofrezcas sea en verdad bueno.
-No te arrepentirás. Únicamente pasearemos y hablaremos si quieres. Te explicaré quién soy y mis metas. A propósito, ¿quién eres tú?
-¿Qué? ¿Cómo?
-Tu nombre, precioso, no me lo has dicho.
-Ah. Marcos, así me llamo.


Lejos al fin de miradas indiscretas y malintencionadas, el impúber permitió que le cogiese de la mano. Los dedos de Mariano jugaban ya con los suyos lascivamente, presagiando lo venidero. Tras un enorme matorral provechoso las bocas se juntaron, se exploraron, se impregnaron la una de la otra. Las extremidades circulaban, frotaban, se entrechocaban con pasión.
Marcos se dejó llevar antes de oír la "maravillosa" oferta de su nuevo amante, al fin y al cabo el sexo era el sexo, no había nada mejor, por lo menos entre todo lo que había probado (que no había sido poco, en verdad). Por su parte Mariano no tuvo que embaucarlo más, puesto que el joven se soltó, accediendo a sus escarceos, y él meramente prosiguió cada vez con mayor intensidad. No obstante, cuando se animó a bajarse el pantalón y los calzoncillos humedecidos, justo en el momento en que su pene erecto se elevaba libre por fin, el muchacho se apartó de manera cruel y dominante.
-Ta, ta, ta -dijo infantil y amonestadoramente con una sonrisa pérfida y traviesa-. No tan deprisa, cariño. ¿Qué me decías antes?
-¿Cómo? -se despertó Mariano de su sueño erótico.
-Recuerda: "Te lo daré todo, yo lo tengo ya todo..." todo eso -sentenció el astuto e interesado chico de modo desafiante, colocados los brazos en jarra y separado del futuro político que lo ansiaba con desesperación, los pantalones por los tobillos y una expresión ridícula de asombro.
-¿Permaneces ahí? -reiteró su sarcasmo y sus derechos el lampiño.
-No, ahora no..., después... -balbució el frustrado, escupiendo gotas de saliva a cada uno de sus típicos ceceos.
-Sí. Será en este instante, no más tarde, cuando ya no sea interesante para ti, hermoso.
-Pero... ¿tú te crees...? Y me dejas así... Nooo. ¡Noooooo! -chilló de rabia Mariano, suponiendo lo cara que le iba a salir la firme negativa del pimpollo. Éste reflejó en su rostro una mezcolanza de pasmo, regodeo contra lo ajeno y finalmente miedo, porque no lograba presagiar el alcance de la furia y de los actos posteriores de su acompañante.
En esto, desgraciada e irónicamente, los persistentes clamores de uno y los chistares subsiguientes del otro para acallarlos llegaron a los oídos menos apropiados, a los feroces pabellones auditivos de seis gamberros que de forma casual pasaban por allí en medio de una de sus andanzas solitarias y delictuosas.
-¡Hombre, que tenemos aquí! -dijo uno de ellos sorprendiendo, cómo no, a los dos "enamorados".
-¡Más bien de hombres poco! -intervino el más ocurrente de todos-. ¡Miradlos! ¡Si son un par de mariquitas jodiendo! ¡Si hasta uno lleva los pantalones bajados!
Las previsibles carcajadas hicieron palidecer a Marcos de pánico y enrojecer a Mariano de más ira y vergüenza. Aprovechando el intervalo de éxtasis de los villanos, este último intentó componer sus ropas rápidamente con el fin de prepararse para cualquier probable contratiempo apurado.
-¡No, no, no! -interrumpió el cabecilla de la banda-. ¡No te vistas todavía! ¡¿No querías follar?! ¡Por nosotros no te cortes! ¡Hazlo!
Aquel comentario volvió a hacer desternillarse a los agraviadores. Luego, cuando las postreras risillas comenzaban a disiparse, un silencio incómodo sólo para los dos homosexuales se instauró en el apartado lugar. La vacilación se apoderó de ambos, de tal modo que hubo de insistir el jefe.
-¡Venga, que es para hoy! -instó el susodicho con un gesto enérgico de sus manos, en una de las cuales ya blandía un rutilante y alarmante cuchillo-. ¡Dale por el culo! ¡Y tú, guapita, desnúdate también y ponte a cuatro patas! ¡Ale, ale!
Llegado este punto, Marcos no sabía si llorar, correr, rogar u obedecer. Trató de reflexionar en medio de aquella premura, calcular sus opciones y los posibles desenlaces de cada una de ellas, tomando una escala de menos perjudicial para sí a más pernicioso para su integridad primero y su honor después. El llanto únicamente le heriría en su orgullo más que maltrecho ya. Quizá le ayudaría despertando en sus agresores una chispa de compasión, si bien lo veía poco factible. Suplicar era algo similar, sólo aumentaría las risas, las burlas y el ridículo. Lograr huir todavía le parecía más irrealizable, pues ellos eran muchos y, de manera experimentada, les habían rodeado desde el inicio. Se decidió, en consecuencia, por someterse. Su dignidad quedaba por los suelos y los odiosos recuerdos le avasallarían incluso en el futuro, pero no vislumbraba una salida más ventajosa para evitar una zurra de secuelas desconocidas.
Los hurras resonaron en la noche, lacerando el alma del postrado. Mariano continuaba anonadado y desnudo de cintura para abajo mientras observaba cómo su antes amado se desvestía lánguidamente, humillado de forma notoria. Descubrió sus blancas nalgas ante el júbilo de los congregados, que incluso se atrevieron algunos a cachetear de manera ruidosa, dejando su huella oprobiosa y colorada en la lechosa piel.
-¡Adelante, es tu turno! -empujó a Mariano otro del "respetable"-. Increíble y contradictoriamente, éste seguía empalmado a pesar de todas las adversidades ocurridas: el ya lejano rechazo bochornoso e irritante de Marcos, y la actual tropelía a la que se estaba viendo sometido. Sin embargo, tal vez aquel aprieto le excitaba, aquel claro peligro infame, acaso el sadomasoquismo entraba dentro de sus apetencias aún por desenterrar. O simplemente quizás era ese culito níveo con aquella raja prieta y aquellos testículos insinuados. Aquél era su mundo, aquélla era su vida, él era así, y daba lo mismo que hubiesen no sé cuántos testigos temibles y que su propia salud estuviera en la balanza, sencillamente Mariano se arrimó con su goteante verga en ristre y su boca babeante hacia ese agujero maravilloso.
-Zí, zíiii... -afirmó zaceando exageradamente y admitiendo su papel activo en aquel juego degradante. Penetró impetuosamente a Marcos, quien se quejó con amargura, si bien los malhechores, alborozados, atribuyeron su gemido más al placer que al dolor. El horrible coito (durante el cual cada empellón lascivo era vitoreado escandalosamente) prosiguió durante sólo breves minutos por fortuna para todos: para Marcos que, aunque acostumbrado de sobra, el trance le había reducido la abertura anal hasta límites insoportables; para el detestable público que, pese al regocijo, no hubiera aguantado una sesión demasiado larga de sexo invertido; y para Mariano incluso, quien el enorme estrés le estaba pasando factura al fin, haciéndole temblar las piernas, desfalleciéndole anticipadamente, y asimismo aflojándole el miembro, que se le rebelaba contra la dureza excesiva del recto de su compañero de cama. Se aterró ante la idea más que dable de que sufriese un episodio de impotencia palmario que no pudiera ser disimulado o figurado, sin duda el escarnio se haría desmedido y la tunda asegurada. Sin embargo, en un momento dado cerró los ojos y se concentró al máximo, para luego abrirlos y fijarlos directamente en los genitales unidos. Sonrió ante el potente advenimiento del orgasmo, rezando para que no fuese una falsa alarma. Y por fin eyaculó poderosamente, lanzando aullidos de goce al viento que fueron respondidos por otros de júbilo de los miserables espectadores. Sacó su carajo exinanido y chorreante, y se tapó tras palmear una de las cachas solícitas. Los vándalos de la misma forma le dieron palmadas en la espalda, felicitándole por su buen hacer.
Marcos, un tanto relegado, se incorporó pesadamente, cubriéndose a su vez. Su cara, ruborizada por el doble sufrimiento, el físico y el moral, era un poema al que enseguida los cafres dirigieron sus pullas. A él no le dieron la enhorabuena, sino que le propinaron morrillazos inmisericordiosos y patadas en el trasero lastimado. Una vez comenzados, los golpes aumentaron en cuantía y vehemencia contagiosas. Era lo que aquellos energúmenos habían estado esperando en verdad todo este tiempo: primero un poco de chanza denigrante, para luego dar rienda suelta a su violenta ira hacia todo lo extraño... y hacia todo en general.
Al fin el joven se vio inmerso dentro de lo que tanto había temido: una soberana paliza. Únicamente respondió con lamentos y protegiéndose de manera vana con sus brazos, para acabar cayendo y rindiéndose. Por su parte Mariano, anonadado y atemorizado puesto que se creía el siguiente de la aciaga lista, no daba crédito al verse relegado por el momento, absortas como estaban aquellas fieras en la sangre y el martirio de su actual víctima. Así, ni corto ni perezoso y aprovechando la coyuntura favorable, reculó de forma cauta sin perder de vista la acción espeluznante. Cuando estuvo a una distancia prudencial se giró y echó a correr como un gamo asustado.
-¡Eh! -chilló uno de los atormentadores-. ¡Que una de las nenas se escapa!
-Bah -contestó el líder de la banda, dándose cuenta del largo distanciamiento del evadido-. Dejadlo. Va hacia la espesura, sería difícil encontrarlo. Además, se aleja de la feria donde podría pedir ayuda. Despachemos esto y larguémonos. Hay tiempo.
Con estas palabras se prolongó la felpa un poco más, pero hasta límites eternizantes para Marcos. Sin embargo esto último lo desconocía Mariano, quien intentaba discernir en su despacho a aquella imagen lúgubre del pasado que le hablaba justamente ahora.
-Sé quién eres -osó expresar al fin-. ¿A qué has venido... y precisamente hoy?
-Vengo a cobrar... o a pagar, según. ¿Qué prefieres? -dijo la oculta sombra enigmáticamente.
-Explícate. Sin juegos -respondió de modo taxativo el candidato ganador.
-Supongo que ya lo imaginarás. El porqué he resurgido esta noche en particular, la noche de tu triunfo..., tu noche.
-¿Qué es lo que quieres? ¿Dinero?
-A eso me refería con lo de cobrar. Es una opción. Un premio, por lo que me hicieron, por lo que me hiciste... y por lo que no hiciste.
-¡No trates de culparme por aquello! ¡Yo no llamé a "esos" bestias! ¡Yo fui tan víctima como tú!
-No tanto -se levantó por fin Marcos, permitiéndose exponer a la luz y mostrando una sonrisa deforme, espantosa..., demencial. El rostro que había procurado encubrir reflejaba el horror que había sufrido, del que eran capaces unos simples hombres amparados por la superioridad, el miedo, el aislamiento y la barbarie.
Su mirada, partida por la mitad, observaba a Mariano desde un solo ojo sano. El otro, ciego, opaco, blanco y casi desprendido, se aguantaba encima de un desecho repulsivo de carne muerta. Su anterior faz deslumbradoramente hermosa y juvenil, ahora se hallaba marcada por múltiples cicatrices a cada cual más terrible. Su pulcro pelo negro de antaño ya no existía, sustituido por una maraña desatendida en su mayoría canosa. Su porte altiva había dejado su lugar a un encorvamiento extremo, deformante, que había hundido su esbeltez al igual que su espíritu. Y eso era sólo lo que se podía entrever. ¿Qué habría ocurrido con el resto velado por sus arrugadas ropas?
Mariano no disimuló su asco, pues su compasión no era capaz de obsequiarla a algo tan horripilante y decadente. Sí tocó su propio cuerpo, palpando su consabida normalidad, agradecido de conservarla y de no haberla perdido aquel día como Marcos; horrorizado también ante la gran probabilidad de que se hubiese dado ese hecho, orgulloso de su fortuna y de haber sido lo bastante hábil para huir; en fin, alegre de no haberse transformado en la aberración que tenía delante.
-¿Pretendes asustarme con esto... contigo? No lo conseguirás -desafió el político sin conciencia a su contrario, si bien con un débil y lógico temblor en la voz.
-No trates tú de vilipendiarme -contraatacó el ya no tan joven -, no me afectará, estoy habituado. Y si lo hiciese, solamente incrementaría mi odio, lo cual no te conviene.
-¿Y qué harías? -porfió Mariano en su reto.
-Parece mentira que lo preguntes en esta fecha tan señalada, cuando mañana serás presidente del país. ¿Qué piensas que sucedería si la prensa supiera lo que eras antes y en lo que participaste conmigo?
-¡Te repito que yo no tuve nada que ver! -protestó chillando el gazmoño.
-Si eso fuese así en realidad, nadie lo creería de todas maneras -aseveró el monstruo-. Recuerda, no sólo hay que ser virtuoso en política, asimismo hay que parecerlo.
-¿Y qué pasará? Ya he sido elegido por una aplastante mayoría, no me lo pueden quitar. Debiste aparecer antes de la jornada de reflexión, imbécil -se jactó Mariano.
-Tenía la esperanza de que el pueblo no te escogiese en masa. Pueden ser estúpidos, pero no toleraré que los guíe, que nos guíe, un despreciable como tú -avanzó un paso más Marcos, haciendo retrodecer recelosamente a su oponente-. Además, dentro de poco obtendrás el poder y la riqueza imprescindibles para mis objetivos alternativos.
-¡Ah, por supuesto! Veo que no tienes escrúpulos ni vergüenza, y sí una doble moral -agravió el ofendido.
-Lo mismo que tú y todos los de tu calaña -rebatió el otro-. No me des lecciones, por favor, es muy triste por tu parte. Y vayamos al asunto. ¿Qué decides: el pago o el escándalo?
-¿Acaso alguien te tomaría en serio? Mírate -jugó Mariano la que presumía su última baza.
-¿Acaso quieres intentarlo? -arrojó otro guante un grotescamente sonriente Marcos.
Su mutismo perplejo delató al diputado, hasta que al final, vencido, agachó la cabeza. -¿Cuánto... qué quieres? -inquirió después.
-Lo que me merezco. O lo que me debes, mejor dicho, porque nadie se merece lo que a mí me sobrevino. Fueron ellos, de acuerdo, pero tú lo consentiste, con tu pánico vergonzante y tu inacción al no procurarme socorro. ¿Por qué no diste la alarma? ¿Por qué no acudiste a la policía? ¡Quiero oírlo de tus labios! -exclamó furioso el lisiado.
-Porque... -titubeó nuevamente Mariano- porque... ¡Compréndelo, eran otros tiempos más duros para los de nuestra clase! ¡Las autoridades no te ayudaban, te encerraban y te apaleaban! ¡Era la dictadura!
-No me tomes por tonto -refutó la caricatura de hombre-. No tenías por qué confesar tu condición homosexual ni la mía tampoco. Simplemente debías de haber contado cómo un grupo de salvajes estaban vejando y maltratando a un pobre indefenso. ¡Pero no!, más tarde quizá se sabría y tú habrías desperdiciado tu oportunidad de regir los destinos de España, de convertirte en rico e influyente y de colmar tu megalomanía. ¡Me repugnas!
-E... está bien -se rindió el próximo gobernante-, ¿cuánto?
-Pues... -se retardó y se regodeó en su respuesta el ganador-, aún no lo sé. Un cheque en blanco todos los meses, tal vez. Sí, eso. No soy un derrochador, créeme, sin embargo preciso vivir, no hay muchas oportunidades para un mutilado como yo. A lo mejor con el tiempo me habitúo al dinero y a lo suntuoso, quién sabe. De todos modos, no tendría que decirte que tu aportación a mi causa será un sueldo vitalicio. Y, claro está, no intentes atentar contra mi persona, lo tengo todo dispuesto. Suena muy peliculero, lo sé, no obstante es lo más beneficioso. Siempre quise decir esto: si algo me sucediera, varios periódicos recibirían toda la información precisa para desvelar tus apetitos embarazosos, así como el escabroso relato de nuestro encuentro y su horrendo y vil desenlace.
-¿Con qué pruebas cuentas? ¡Con ninguna, farsante! -se reanimó Mariano, vislumbrando un resquicio erróneo en la elaborada trama de su rival.
-¡¿Piensas acaso que he salido de la nada por puro capricho?! -declamó Marcos-. Llevo años siguiéndote, idiota, esperando este momento. Contraté a detectives, tengo fotos de tus correrías y de tus amantes; de hecho, he prometido importantes sumas a algunos de ellos, las cuales saldrán, cómo no, de tus bolsillos incautos. En lo concerniente a lo nuestro..., antiguos amigos míos que estuvieron presentes aquella noche atestiguarían que tú me sedujiste y me condujiste afuera donde aconteció todo. También está el parte médico de mis lesiones. Y mis investigadores del mismo modo han indagado sobre el paradero de nuestros "queridos" asaltantes, sus nombres, sus direcciones, sus amplias carreras criminales, sus estancias en la cárcel... ¿Creías que solamente iría a por ti, retrasado?
»Tú sólo eres el comienzo de una extensa y ardua tarea. Se inició aquella noche, tras tus mentiras, el ultraje y el vapuleo. Continuó durante mi estancia dolorosa en el hospital, donde quedé esclavizado a una cama muchos meses, donde sufrí lo indecible, física y psíquicamente, rabioso por ti, por ellos... por todo. Y persistió después de que me dieran el alta definitiva, cuando hube de acostumbrarme a las tremendas consecuencias irreversibles que viviría a partir de ese instante el resto de mi condenada existencia. Sólo una cosa me libró de sumirme en la parálisis de la desesperación y la muerte: la locura de la venganza. La concentración y la dedicación absolutas al que yo sabía mi seguro desquite me dieron fuerzas para maquinar y perseverar. Mis heridas irremediables serían compensadas por la riqueza que lograría que tú me dispensases, pero sobre todo por ver consumada mi vindicación, por contemplar tu gesto resignado y sulfurado, y por incitar el asesinato angustioso de mis agresores, desde luego.
»Esto último es lo que más me ilusiona. Para ello requiero las grandes cantidades que te exijo. He fantaseado en miles de ocasiones con miles de formas de llevarlo a cabo. Por supuesto que sufrirán mucho, como yo. Seguramente me decantaré por una bien planificada sesión de tortura. Lo que todavía no he resuelto es si los dejaré sobrevivir o no. La verdad es que me seduce mucho la idea de que permanezcan con vida, mortificados a diario por sus muñones y deformaciones, cada vez que se contemplen en el espejo, y cuando les miren, les señalen y les insulten por la calle... Como a mí. Siempre que vayan al baño y no osen bajar la vista para no tropezarse con la terrible ausencia de sus genitales... Igual que...
Marcos enmudeció. Su animado discurso al fin perdió ímpetu y se diluyó en medio de un mar de vergüenza. Había hablado demasiado, lo sabía. Nunca podía explayarse sobre sus delictuosos proyectos, pues eso lo hubiese delatado posteriormente. Pero con Mariano sí. Con su presa inicial sí le estaba permitido, ya que él no podría acusarle sin autoinculparse de sus propios pecados innobles. Y ansiaba contarlo, desahogarse con alguien, tras tantos años de silencio reprimido. Y quién mejor que el causante indirecto de sus males, a la vez que le hacía cómplice de sus sucesivos actos perversos. De nuevo serían uno, no ya carnalmente, sino en el sufrimiento, el ridículo y la transgresión. No estaría solo, ya no...
De pronto recordó por qué había callado con anterioridad. No, era mentira, seguía solo, no constituía una unidad con el objeto de su odio y de... sí, su amor. Tanto le había aborrecido que no había cesado de pensar en él... y siempre había terminado deseándole. No comprendía bien la razón. Quizás algo no funcionaba en su propia mente desde el ataque... o incluso antes. Tal vez eran apetitos sadomasoquistas derivados de su imposibilidad de mantener relaciones sexuales tras el salvajismo al que había sido sometido. Él envidiaba, codiciaba a Mariano: su buena estrella y destreza para escabullirse y esquivar el mal al que asimismo parecía destinado, y su meteórica carrera hacia la cumbre que ahora disfrutaba. Él representaba lo que Marcos hubiera querido para su vida, y sin embargo únicamente le había quedado un calvario y un anhelo. Hoy podía tener ambos: su suplicio le acompañaría hasta el día de su muerte (no podía evitarlo) y su resarcimiento podía iniciarse... Aunque no sería completo. Había caído en la cuenta de que, a pesar de todo, a pesar de que se regalase con el lujo y de que sus atormentadores sucumbieran de modo atroz, a pesar de que su futuro presidente en este momento le mirase risiblemente amargado, su desagravio no sería total..., porque ahora conocían su repudiado secreto. Estaba convencido de que, pese a sus desmedidos y perpetuos desembolsos, Mariano se reiría de él, quizá no en su cara para no incitar su ira, aunque sí para sus adentros, o en la intimidad, o, peor aún, rodeado de amigotes tan infectos como él. Casi era capaz (sin estar presente en el sitio, ni en el tiempo, ni en la realidad) de escuchar sus carcajadas sofocantes, sus rostros congestionados y sus ojos llorosos no por culpa de la pena. No podía consentirlo.
-Acepto -interrumpió el político los pensamientos desvariados de su antagonista-. Te pagaré lo que me pidas, cuando me lo pidas y hasta que me lo pidas. Estoy en tus manos.
Como escenificando su sometimiento, Mariano quedó cabizbajo y con los brazos extendidos, a semejanza de un cristo. Permaneció así un rato, esperando la contestación de su extorsionador. Viendo que ésta no llegaba, se atrevió a levantar la mirada para descubrir, aterradoramente, cómo el otro blandía su bastón. En esta ocasión no logró escapar, no le fue posible librarse de un fatal destino. La empuñadura metálica impactó en su cráneo, astillándolo y aturdiéndole. Lo siguiente lo percibió como una película. En el límite de la consciencia, se sintió golpear una y decenas de veces. Los huesos se rompían, la carne se contusionaba, la faz se desfiguraba irreparablemente. De manera gradual y contradictoria, fue volviendo en sí y aumentando su aflicción. Moverse era un imposible martirizante, y ya empezaba a percatarse de las horribles secuelas del ataque y de las terribles intenciones de su atacante. Protestó débil e inútilmente, con insignificantes negaciones de su cabeza que, si fueron apreciadas por el furibundo Marcos, sólo acrecentaron su dicha perturbada.
Por fin descansó el ahora agresor, sudoroso debido al tremendo esfuerzo y a su condición minusválida, no así incapaz. Optó por continuar improvisando, pues se estaba complaciendo mucho con ello. ¿O quizá todo lo había planeado ciertamente con anterioridad en medio de sus profusos y perennes ensueños? De hecho, había maquinado su fuga del lugar sin rastro, por si acaso algo hubiese marchado mal. No iban a cogerle, por lo que se permitió contemplar su dantesca obra: la columna partida, con lo cual su atormentado quedaría para o incluso tetrapléjico; las articulaciones destrozadas, con lo que se aseguraba la discapacidad de los miembros; el rostro machacado, tanto dientes como ojos y la tez en general, para conformar su deformidad.
Ya sólo le restaba lo último, lo más "placentero". Marcos sacó su amada navaja, la protagonista de un sinnúmero de ensueños. La abrió deleitosa, lentamente, mientras rememoraba el día que la vio en un rincón olvidado y polvoriento de una infrecuentada tienda, enamorándose de forma instantánea y perdida de ella. Con su frío, cortante y férreo sabor entre la dentadura, se dispuso a descubrirle las partes pudendas al indefenso Mariano. Tal visión, que antiguamente le hubiese excitado, en ese momento le repugnó, porque se hallaban en lamentable estado gracias a los indiscriminados bastonazos. No obstante se armó de valor y les practicó un rudimentario torniquete antes de proceder a extirparlos, con el fin de que el afectado no se desangrara y diese tiempo a una ambulancia a llegar. Prestamente acabó una labor y después la otra. Incluso, la brevedad de la postrera, la trascendental, le supo a poco y, con los genitales sanguinolentos entre los dedos, resolvió a la postre meterlos en una bolsa de plástico que encontró en el lavabo, asearse él y marcharse de allí tan sigilosamente como se había introducido.
Justo en el instante de ir a cerrar la puerta tras de sí, pensó en cómo conseguiría ahora el dinero indispensable para continuar con la razón de su existencia, su paciente venganza. Tal vez había sido imprudente, dejándose llevar por la furia y el orgullo, pero entonces tanteó en un bolsillo sus arrancados trofeos y, con una sonrisa y un encogimiento de hombros resignado y condescendiente, simplemente se fue.