viernes, 24 de julio de 2020

EL TEMPLO DEL FIN DEL MUNDO

Para el Concurso de historias de viajes de ZENDALIBROS.COM


Hice el petate en verano para aprovechar el "buen tiempo" que se daba en esa época en el hemisferio norte, y que me esperaría impertérrito en aquellas latitudes y altitudes. La cordillera del Himalaya, el techo del mundo, con nieves perpetuas y vientos huracanados, allí me encaminaba. ¿La razón? Harto ya de todo en la vida, colmado de placeres y de todo tipo de experiencias gracias a mi considerable fortuna, buscaba el fin último, el desafío postremo, no sólo ya poner a prueba mi resistencia física en aquella expedición en solitario y tan peligrosa, sino además llegar al sitio más recóndito, al lugar más secreto, únicamente conocido por unos pocos, uno de los cuales me vendió a precio de oro el mapa que llevo en mis alforjas y que marca el punto exacto donde hallar el Templo del Fin del Mundo, donde debería de encontrar la respuesta a mis trascendentales preguntas, justo lo que me motivaba a arribar a aquellos perdidos lares.
Tras aprovisionarme de víveres en el pueblo más cercano y quitarme de encima a numerosos porteadores y guías locales que pretendían que les contratara, me puse en camino hacia las inmensas y eternas alturas. Progresivamente, pues me hallaba en plena forma física, fui ascendiendo de manera segura y constante hacia mi destino. Pronto, la mala meteorología esperada se hizo presente, ralentizando mi marcha, no así mi ánimo, que seguía intacto. La ventisca y la cegadora nieve hicieron que me extraviase varias veces, no obstante pude desandar lo errado y retomar la dirección correcta. Los últimos metros, por su elevada inclinación, fueron los peores, aunque ya lograba divisar las anheladas luces del monasterio. Había llegado a mi oculta meta, pese a las muchas jornadas transcurridas y a las dificultades inherentes. Quizá dentro fuese aún más arduo, enseguida lo comprobaría.
El portón no estaba cerrado, por lo que conseguí traspasarlo sin demasiados problemas, a pesar de la cantidad de nieve acumulada y las grandes dimensiones de su par de hojas. En el cálido interior, sólo se vislumbraba al fondo una figura humana sentada en una especie de trono, como aguardándome o aguardando al próximo visitante. Me adelanté para poder verle la cara, y que también él me la viese a mí.
-¿Qué buscas, extranjero, en el Templo del Fin del Mundo? -me dijo.
-La inmortalidad -respondí sin más.
-Aquí no la encontrarás, porque yo no soy capaz de ofrecértela. Y aunque así fuese, cualquiera podría arrebatártela con un arma, un veneno o sus propias manos -habló ahora tajantemente el monje.
-Entonces concédeme la sabiduría eterna, el saber supremo, la respuesta a todas las cuestiones -quemé mi último cartucho.
-Eso tal vez sí pueda dártelo, si bien las probabilidades son ínfimas y el riesgo enorme. ¿Quieres seguir adelante pese a ello? -me propuso de modo misterioso.
-Por supuesto. Para eso he venido, para nada más. No tengo nada que perder.
-Oh, sí. Puedes perderlo todo.
En ese momento, el monje presionó un mecanismo insertado en su asiento de piedra, provocando que el suelo asimismo pétreo en el que me situaba se abriera por su centro a una velocidad tal que la huida era prácticamente imposible, ni siquiera para un cuerpo entrenado como el mío. Así pues me sumí en una sima sin fondo, la cual acaso acabase en el mismísimo infierno al que me había condenado el maldito monje y yo mismo por mi ambición desmedida. Allí acaso, tal y como vaticinó el monje, encontrase las respuestas que anhelaba tras mi inevitable muerte, viajando mi alma a su destino final, o bien preguntándoselo al mismísimo Satanás.

sábado, 18 de julio de 2020

El destino postremo

Para el Concurso de historias de viajes de ZENDALIBROS.COM


Aquel día me decidí por fin a viajar sin rumbo fijo, en busca de un destino incierto, el mío. Quizás me sucediera la ruina, o la muerte…, acaso esa felicidad tan ansiada.
Casi sin trabajo, casi sin familia, casi sin amigos…, casi sin nada que perder, aprovechando los ahorros de toda una vida y de un desasosiego espiritual, anímico o como quieras llamarlo, cogí cuatro bártulos, los metí en una mochila y me eché a andar hacia ninguna parte; si bien enseguida opté por el camino de las pendientes montañosas, que siempre me habían llamado poderosamente la atención con su particular canto de sirena de recogimiento, soledad, paz, naturaleza y un largo etcétera.
Así transcurrieron los días, no sé cuántos, inmerso en el monte, cobijado por los árboles, arrullado por los riachuelos…, pendiente sólo de mí y de lo que me rodeaba que pudiese turbarme: el frío, el calor, el cansancio, la lluvia, la suciedad corporal, las eventuales y leves dolencias...
Cuando me agotaba, paraba; cuando sentía hambre, comía; cuando tenía sueño o me sorprendía la obscuridad de la noche, acampaba. Disfrutaba de una total libertad, solamente empañada por los inevitables ataques de aburrimiento y de contrición que me invadían en ocasiones, pero de los que me desembarazaba normalmente con relativa facilidad.
Si agotaba mis víveres, descendía a un pueblo cercano con el fin de aprovisionarme. Allí, aprovechaba la coyuntura para alojarme en algún hostal o equivalente durante un par de días y desprenderme del polvo y la mugre del camino tomando baños calientes, dormir en una cama hecha y derecha, comer comidas calientes y decentes, y tentar la suerte a ver con qué podía toparme, objetivo último éste por el que me encontraba en aquel cierto lugar y por el que había emprendido ese indeterminado viaje.
A veces, en esas paradas obligadas y apetecibles, descubría alguna que otra mujer que me llamaba la atención, pero si no advertía en ella ninguna señal visible de apareamiento entonces reemprendía la marcha en busca de nuevos horizontes.
¿Cuánto tiempo transcurrió en esa azarosa búsqueda? ¿Años? Seguramente, pues mi pelo cada vez era más canoso, mis arrugas cada vez más profusas y pronunciadas, y mis achaques cada vez más frecuentes y molestos. Verdad es que tuve alguna oportunidad de sentar la cabeza e instalarme en algún que otro sitio, pero la cosa no terminaba por cuajar y volvía a echar a andar. Quizás, he de confesarlo, tenía miedo de fracasar y que se me rompiese el corazón de nuevo, y prefería inconscientemente seguir intentándolo hasta la eternidad. Acaso era el viaje lo que sólo me motivaba ya, la búsqueda incesante e infructífera a sabiendas; a lo mejor ése era el sentido ilógico de mi vida.
Y así acabó siendo, puesto que un día cualquiera, a una hora imprecisa, el lado izquierdo del pecho empezó a dolerme intensamente, junto con el hombro del mismo lado. Enseguida supe lo que era, un infarto de miocardio, y, hallándome tan solo y aislado en aquel paraje agreste, simplemente me preparé para morir. Las piernas me fallaron y me dejé caer boca arriba, lo más cómodo que pude dadas las penosas circunstancias.
Entonces me pareció ver una luz muy intensa, tal vez la senda hacia el mismísimo Cielo. Sin embargo, también de forma muy rápida, me percaté de mi craso error, meramente era el sol que me escandilaba en esa posición horizontal.
En medio de mi padecimiento logré sonreír una pizca, para luego enfrascarme en mi particular agonía. Ah, cómo dolía, pero pronto llegaría la paz de mi destino postremo.