martes, 28 de abril de 2020

CONTAGIO CON MUCHO SENTIDO


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"¡Por fin! ¡Lo voy a conseguir! ¡No puedo creerlo!", pensó para sí Eustaquio enormemente ilusionado, allí postrado en su sempiterna cama, porque se iba a cumplir aquello que tanto había anhelado.
El maldito accidente lo dejó tetrapléjico, impidiendo el correcto funcionamiento de muchos de sus órganos, incluido alguno que otro muy preciado por él, como el poder moverse y desplazarse con normalidad, el ser capaz de controlar sus esfínteres de forma digna y, principalmente, el hecho indispensable de que su miembro viril lograse una condenada erección ante una oportuna presencia femenina.
De cuello para abajo era un inútil, un ser inservible, por lo menos esto era lo que Eustaquio pensaba de sí mismo. Una triste concepción, pero respetable, puesto que había que estar en su pellejo para poder opinar. No obstante, los demás se empeñaban en decidir por él qué le convenía, sobre todo clérigos que abogaban por el cumplimiento de sus propios preceptos espirituales, argumentando que tales ideas suicidas eran un pecado horrible que le llevaría derecho al infierno que ellos mismos precisamente habían inventado.
Otros eran los politicuchos, que se alineaban con esta caterva sacerdotal para obtener hipócritamente más votos, dictando leyes de esta índole o rechazando reformas contrarias al respecto.
Aunque también estaba el mero vulgo, representado por sus vecinos y familiares más religiosos y conservadores, que no veían con buenos ojos sus ideas eutanásicas, pese a que éstas suponían su liberación terrenal ansiada con gran devoción, la emancipación total y drástica de su envoltura corpórea, a la que Eustaquio no le daba ya ningún valor, como tampoco creía en la existencia de una supuesta alma que le trascendiera; y, de haber sido así, no pensaba que lo que él pretendía fuese en absoluto ningún quebrantamiento de ninguna ley divina (básicamente porque no existía ningún dios a su parecer), pues no le hacía ningún mal a nadie, salvo a los mismos que propugnaban lo contrario y que vivían de esas restricciones interesadas.
Pero al fin iba a salirse con la suya, puesto que unas ánimas caritativas (éstas sí) le ayudarían a culminar su más loco y merecido sueño, el de acabar con su penosa vida de una vez por todas. ¿Y cómo lo harían? Sencillamente echando mano de una artimaña hasta ahora ardua, por no decir imposible. El surgimiento del temible coronavirus lo haría viable. Quienes tuvieron la maravillosa ocurrencia y se lo propusieron (que él aceptó, por descontado, gustosa y presurosamente) traerían a su lecho a una voluntaria asintomática, si bien por completo infectada, que le daría el último y más prolongado beso de su vida, contagiándole de manera irremediable y deliberada. Después, el habitual desarrollo del mal le haría sucumbir sin duda por su grave estado y su avanzada edad, justo lo que ellos ambicionaban. Quizá todo ello fuera revelado a posteriori, lo cual serviría de propaganda y debate para futuros casos similares.
Eustaquio lloró de alegría cuando oyó la puerta abrirse, dejando paso a sus nuevos amigos y a una preciosa muchacha que le sonreía con los ojos asimismo humedecidos por el júbilo (o acaso por la tristeza, daba igual). Incluso, a lo mejor no era una mujer en verdad guapa, pero él la veía en ese instante como la más hermosa de todo el mundo.

CONTAGIO SIN SENTIDO

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"¡Ya lo tengo! ¡Ya sé cómo hacerlo!", se dijo a sí mismo el anciano, triunfante, pese a que su aseveración denotaba realmente un fracaso, el mayor de todos, el de la rendición absoluta, irremediable y fatal…, la de la muerte.
Hacía tiempo que el viejo se sentía cansado, muy cansado; harto, para ser más exactos, de su triste vida que ya debía tocar a su fin, que ya se encontraba en sus últimos estertores, que ya se había consumido casi por completo. Sólo le restaba la etapa postrema, la de la senectud, la del declive que a todos nos llega sin distinción.
Sin embargo esta fase podría durarle, en el peor de los casos, incluso unos veinte años más de penoso padecimiento emocional. Y eso no podía consentirlo, no podía siquiera imaginarlo.
Ya no deseaba vivir. Desde que murió su amada esposa, la mujer de su vida. Con la que había compartido casi toda su existencia, y que le había regalado los mejores años de ésta.
También desde que enfermó él del corazón (seguramente por haber quedado destrozado por su viudez), impidiéndole disfrutar de su mayor afición: el senderismo. Se terminó el goce de los paisajes naturales, de respirar el maravilloso aire de la montaña, de sentirse libre en aquella soledad anhelada.
Y asimismo desde que, debido a la medicación impuesta por su dolencia cardíaca, ya le era imposible satisfacer a una mujer al viejo estilo; su pene se hallaba prácticamente muerto, incapaz de practicar un coito como Dios manda, ni siquiera con la ayuda de las pastillas azules milagrosas para otros compañeros de su quinta.
Así pues, la vida carecía de sentido para él y ambicionaba ponerle término de una vez por todas. No obstante, era demasiado cobarde para llevarlo a cabo mediante el antiguo método del suicidio en sus más variados y agónicos modos de ejecución.
Pero al fin había dado con la solución, con la aparición del temible coronavirus para la gente de su edad. Simplemente se dejaría contagiar de forma voluntaria y se dejaría llevar con el discurrir usual de la enfermedad.
Ése era el plan…, su terrible determinación. Y sabía a la perfección cómo conseguirlo. Una vecina suya se encontraba confinada en su casa, asintomática, idónea para su proyecto, ya que sabía que ella le pretendía, le deseaba libidinosamente. De tal manera se presentaría en su vivienda con una botella de buen vino, se le insinuaría, haciéndole falsas promesas, bastaría con un solo beso ardiente… y luego él se inventaría una excusa y se marcharía, seguro de que el mal se extendería por su cuerpo, acabando con él.
Quizá hubiera algún cabo suelto en sus siniestras maquinaciones, aunque lo volvería a intentar una y otra vez hasta lograr su dantesco propósito. Por fin se sentía pleno, dichoso…, por eso precisamente, por tener un objetivo, algo que hacer, algo que le hacía especial…, acaso era la única persona en el mundo en pretender ser infectado por aquel condenado virus.

jueves, 9 de abril de 2020

EL HÉROE APARENTE

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Ahora me llaman héroe. Ay, si supieran…

Ahora me llaman héroe, porque cogí el dichoso coronavirus, el covid 19, que tanto trajín (por llamarlo de una forma suave) está dando a nivel mundial.

Y me cogió (él a mí, sería más exacto decir) con casi setenta tacos, perteneciendo al grupo de riesgo, lo cual me hacía tener más papeletas para diñarla y, por consiguiente, para que mi heroicismo fuese más meritorio aún.

Me llamaron héroe porque lo pasé, no sé si milagrosamente, pero estuve en la UCI treinta y tantos días, enchufado al bendito respirador, que fui dichoso de que me adjudicaran uno a mí, si no, a lo peor otro gallo hubiera cantado.

Me llamaban héroe, incluso me aplaudió el personal sanitario, cuando me dieron el alta. Me propinaban palmaditas en la espalda, felicitándome, recalcando la buena suerte que me había tocado, no así a muchos otros como yo.

¿Qué tiene de heroico el simple acto de postrarte en una cama a verlas venir? ¿Qué heroicidad representa el gozar de la fortuna del azar más inescrutable? ¿Quién se gana el merecimiento de vivir solamente por desearlo de manera ferviente? Y, por último, ¿qué hace que un ser depravado como yo se convierta en un ejemplo para los restantes enfermos por el mero hecho de no salir de un hospital con los pies por delante?

Porque yo, en efecto, soy un desalmado, un abyecto pecador, un psicópata homicida desde joven, y lo he sido durante toda mi existencia. Tal vez mi mérito o destreza ha recaído en lograr que no me atrapasen hasta la fecha, pero eso no me confiere el carácter de héroe ni mucho menos.

Por eso me río mientras me despiden con vítores y felicitaciones, no por agradecimiento ni por la alegría (que también) de haber sobrevivido, sino más bien imaginándome la cara que pondrá una de mis enfermeras (a la que ya le he echado el ojo) cuando se tropiece conmigo de modo confiado y altamente peligroso.

Ay, si supieran...

miércoles, 8 de abril de 2020

EL HÉROE EFÍMERO

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¡Lo conseguimos! ¡Por fin logramos aislar el COVID 19, el coronavirus causante de la mortífera pandemia que nos asola en estos días!
Se trataba de una técnica novedosa, inédita, sin parangón en la medicina, tomar uno de estos ínfimos bichitos y agrandarlos exponencialmente para que fuese más sencillo desvelar todos sus secretos y todas las formas de acabar con él.
La lástima es que el experimento se nos fue de las manos. El crecimiento resultó excesivo y, en segundos, nos vimos acorralados en el laboratorio por una inmensa bola coronada y viscosa que rodaba hacia nosotros buscando, anhelando, nuestra sangre.
No había manera de pararlo, pues su tamaño y fuerza eran descomunales. Uno a uno, fue encargándose de mis compañeros, absorbiéndolos dentro de su masa glutinosa y devorándolos horrible y corrosivamente, haciéndoles padecer de un modo torturador.
Se acercaba mi turno, ya que su hambre era insaciable (o su homicida instinto de supervivencia) y aquella cosa obstruía la única vía de escape.
Sólo se me ocurrió morir como un héroe, sacrificándome y llevándomelo por delante para que no saliera de allí e hiciese más daño. Así que tiré todas las probetas susceptibles de reaccionar químicamente y prenderse, provocando un incendio en el angosto recinto. Aquello lo volvió loco, pero él no cabía por la puerta de salida ni por los reducidos ventanucos, de tal forma que se abalanzó sobre mí como un último, desesperado y baldío recurso: el de vengarse.
Me dispuse a recibirlo con los brazos abiertos y los ojos cerrados, asumiendo mi segura muerte aun de aquella manera insufrible. Mas él se impregnó en el camino con las substancias inflamables, disolviéndose su membrana exterior y desparramándose su asqueroso contenido por el suelo, incluso mojándome a mí, lo que impensable y afortunadamente me libró de la ardiente mordedura de las llamas, además de dejarme vía libre para escapar.
De ahí que haya podido contar este relato, aunque aquella impregnación de todo su ser vírico puedo notar que me ha afectado, cambiándome, alterando mi ADN… Ahora soy como él, un virus andante, listo para infectar a todos mis congéneres. De nuevo, sólo cabe el sacrificio postrero, el suicidio, si quiero seguir sintiéndome un héroe. Sin embargo, en estos momentos, algo en mi interior, algo siniestro, animal, me hace replanteármelo seriamente...