sábado, 19 de diciembre de 2020

PAPÁ NO ES

Para el Concurso de cuentos navideños #unaNavidaddiferente de ZENDALIBROS.COM


Un año más aquí estamos. Él y yo. Enfrentados. Bueno, aún no. De nuevo me hallo enfrente de la chimenea de casa, aguardando su venida. Sé que llegará por ese lugar, pues así me lo habían relatado siempre los mayores. Contaban que era un hecho grandioso, pero secreto, que nadie había presenciado, aunque todo el mundo daba por sentado sin cuestionarlo siquiera.

Y otra vez me desvelo y velo en esta noche tan señalada, atento al inquietante agujero negro que representa el hueco donde reposan las ascuas apagadas y frías del día anterior, y que continúa hacia arriba, hacia la lobreguez de las alturas que comunican con el tejado.

Por este lugar debería de aparecer, descolgándose, lo más seguro, por una cuerda atada al saliente de ladrillo, asomando sus negras botas primero, sus rojizos pantalones y su rechoncha figura después, su barba nívea más tarde, y su gorro también encarnado y rematado con una graciosa borla blanca para finalizar.

Entonces me descubriría mirándole tras pillarle in fraganti, y me sonreiría, dándome mis regalos antes de volver a marcharse hacia su próximo e infinito destino.

Sin embargo algo me hacía desconfiar. No que no apareciera, porque de eso estaba casi convencido por completo, sino que no me dedicase una amplia sonrisa de alegría y de sana sorpresa, que le disgustara enormemente mi inoportuna presencia, que fuese yo el primer y único testigo de su existencia, que hubiera violado su más grande secreto. Y que, en consecuencia y por contra, me mirase de forma furibunda, y en vez de obsequiarme con presentes descargara toda su inmensa furia y poder milenario en mí.

Los nervios me comían, la tensión me dominaba, y una vez más sentía la irresistible tentación, como todos los demás años anteriores, de rendirme, de retirarme cobardemente a mis aposentos y desistir de mi curiosidad infantil. Quizá, en el fondo, no quería desilusionarme si se cumplía la terrible revelación que me había contado mi primo Mauri, a saber, que en realidad Papá Noel eran los padres, tus propios padres, quienes te engañaban de manera pueril con esa historia para niños, y que eran ellos los que dejaban los regalos al lado del árbol de Navidad, y que por descontado no descendían por la chimenea. Me reí sólo por un segundo, imaginándome a mi padre en tal ardua tarea, y fue cuando me decidí a resolver la ecuación de una vez por todas. De este modo me afiancé en mi puesto y me propuse no moverme pasase lo que pasase hasta descubrir la verdad.

Por fin se acercaba, podía oírle llegar claramente bajar con dificultad por el estrecho pasaje. En primer lugar apareció su enorme saco, luego sus botas, que no eran negras, sino más bien marrones, por lo que se vislumbraba entre el hollín que lo cubría. Seguidamente se vieron sus pantalones, vaqueros sin ir más lejos; después su camiseta, ésta sí colorada, si bien no ribeteada de blanco. Y finalmente su rostro ennegrecido no era el de Santa Claus, al menos no la típica representación de barba canosa y mejillas encendidas, como tampoco era la cara de mi padre, mucho menos ataviado para la ocasión, se trataba simplemente de un sujeto desconocido, aunque eso sí, con un gesto rabioso que demostraba su ira por mi presencia inesperada y delatora del robo que pretendía cometer en mi hogar. Así que agarró su saco, abriéndolo y yendo hacia mí con intenciones aviesas y criminales. Mientras yo, paralizado, me limitaba a contemplarlo estupefacto, para nada contento por haber desentrañado el mayor misterio de todos para mi mente infantil, ni por haber pasado, en un instante, de la inocencia propia de un niño a la conciencia más realista, deprimente y fatal.

viernes, 24 de julio de 2020

EL TEMPLO DEL FIN DEL MUNDO

Para el Concurso de historias de viajes de ZENDALIBROS.COM


Hice el petate en verano para aprovechar el "buen tiempo" que se daba en esa época en el hemisferio norte, y que me esperaría impertérrito en aquellas latitudes y altitudes. La cordillera del Himalaya, el techo del mundo, con nieves perpetuas y vientos huracanados, allí me encaminaba. ¿La razón? Harto ya de todo en la vida, colmado de placeres y de todo tipo de experiencias gracias a mi considerable fortuna, buscaba el fin último, el desafío postremo, no sólo ya poner a prueba mi resistencia física en aquella expedición en solitario y tan peligrosa, sino además llegar al sitio más recóndito, al lugar más secreto, únicamente conocido por unos pocos, uno de los cuales me vendió a precio de oro el mapa que llevo en mis alforjas y que marca el punto exacto donde hallar el Templo del Fin del Mundo, donde debería de encontrar la respuesta a mis trascendentales preguntas, justo lo que me motivaba a arribar a aquellos perdidos lares.
Tras aprovisionarme de víveres en el pueblo más cercano y quitarme de encima a numerosos porteadores y guías locales que pretendían que les contratara, me puse en camino hacia las inmensas y eternas alturas. Progresivamente, pues me hallaba en plena forma física, fui ascendiendo de manera segura y constante hacia mi destino. Pronto, la mala meteorología esperada se hizo presente, ralentizando mi marcha, no así mi ánimo, que seguía intacto. La ventisca y la cegadora nieve hicieron que me extraviase varias veces, no obstante pude desandar lo errado y retomar la dirección correcta. Los últimos metros, por su elevada inclinación, fueron los peores, aunque ya lograba divisar las anheladas luces del monasterio. Había llegado a mi oculta meta, pese a las muchas jornadas transcurridas y a las dificultades inherentes. Quizá dentro fuese aún más arduo, enseguida lo comprobaría.
El portón no estaba cerrado, por lo que conseguí traspasarlo sin demasiados problemas, a pesar de la cantidad de nieve acumulada y las grandes dimensiones de su par de hojas. En el cálido interior, sólo se vislumbraba al fondo una figura humana sentada en una especie de trono, como aguardándome o aguardando al próximo visitante. Me adelanté para poder verle la cara, y que también él me la viese a mí.
-¿Qué buscas, extranjero, en el Templo del Fin del Mundo? -me dijo.
-La inmortalidad -respondí sin más.
-Aquí no la encontrarás, porque yo no soy capaz de ofrecértela. Y aunque así fuese, cualquiera podría arrebatártela con un arma, un veneno o sus propias manos -habló ahora tajantemente el monje.
-Entonces concédeme la sabiduría eterna, el saber supremo, la respuesta a todas las cuestiones -quemé mi último cartucho.
-Eso tal vez sí pueda dártelo, si bien las probabilidades son ínfimas y el riesgo enorme. ¿Quieres seguir adelante pese a ello? -me propuso de modo misterioso.
-Por supuesto. Para eso he venido, para nada más. No tengo nada que perder.
-Oh, sí. Puedes perderlo todo.
En ese momento, el monje presionó un mecanismo insertado en su asiento de piedra, provocando que el suelo asimismo pétreo en el que me situaba se abriera por su centro a una velocidad tal que la huida era prácticamente imposible, ni siquiera para un cuerpo entrenado como el mío. Así pues me sumí en una sima sin fondo, la cual acaso acabase en el mismísimo infierno al que me había condenado el maldito monje y yo mismo por mi ambición desmedida. Allí acaso, tal y como vaticinó el monje, encontrase las respuestas que anhelaba tras mi inevitable muerte, viajando mi alma a su destino final, o bien preguntándoselo al mismísimo Satanás.

sábado, 18 de julio de 2020

El destino postremo

Para el Concurso de historias de viajes de ZENDALIBROS.COM


Aquel día me decidí por fin a viajar sin rumbo fijo, en busca de un destino incierto, el mío. Quizás me sucediera la ruina, o la muerte…, acaso esa felicidad tan ansiada.
Casi sin trabajo, casi sin familia, casi sin amigos…, casi sin nada que perder, aprovechando los ahorros de toda una vida y de un desasosiego espiritual, anímico o como quieras llamarlo, cogí cuatro bártulos, los metí en una mochila y me eché a andar hacia ninguna parte; si bien enseguida opté por el camino de las pendientes montañosas, que siempre me habían llamado poderosamente la atención con su particular canto de sirena de recogimiento, soledad, paz, naturaleza y un largo etcétera.
Así transcurrieron los días, no sé cuántos, inmerso en el monte, cobijado por los árboles, arrullado por los riachuelos…, pendiente sólo de mí y de lo que me rodeaba que pudiese turbarme: el frío, el calor, el cansancio, la lluvia, la suciedad corporal, las eventuales y leves dolencias...
Cuando me agotaba, paraba; cuando sentía hambre, comía; cuando tenía sueño o me sorprendía la obscuridad de la noche, acampaba. Disfrutaba de una total libertad, solamente empañada por los inevitables ataques de aburrimiento y de contrición que me invadían en ocasiones, pero de los que me desembarazaba normalmente con relativa facilidad.
Si agotaba mis víveres, descendía a un pueblo cercano con el fin de aprovisionarme. Allí, aprovechaba la coyuntura para alojarme en algún hostal o equivalente durante un par de días y desprenderme del polvo y la mugre del camino tomando baños calientes, dormir en una cama hecha y derecha, comer comidas calientes y decentes, y tentar la suerte a ver con qué podía toparme, objetivo último éste por el que me encontraba en aquel cierto lugar y por el que había emprendido ese indeterminado viaje.
A veces, en esas paradas obligadas y apetecibles, descubría alguna que otra mujer que me llamaba la atención, pero si no advertía en ella ninguna señal visible de apareamiento entonces reemprendía la marcha en busca de nuevos horizontes.
¿Cuánto tiempo transcurrió en esa azarosa búsqueda? ¿Años? Seguramente, pues mi pelo cada vez era más canoso, mis arrugas cada vez más profusas y pronunciadas, y mis achaques cada vez más frecuentes y molestos. Verdad es que tuve alguna oportunidad de sentar la cabeza e instalarme en algún que otro sitio, pero la cosa no terminaba por cuajar y volvía a echar a andar. Quizás, he de confesarlo, tenía miedo de fracasar y que se me rompiese el corazón de nuevo, y prefería inconscientemente seguir intentándolo hasta la eternidad. Acaso era el viaje lo que sólo me motivaba ya, la búsqueda incesante e infructífera a sabiendas; a lo mejor ése era el sentido ilógico de mi vida.
Y así acabó siendo, puesto que un día cualquiera, a una hora imprecisa, el lado izquierdo del pecho empezó a dolerme intensamente, junto con el hombro del mismo lado. Enseguida supe lo que era, un infarto de miocardio, y, hallándome tan solo y aislado en aquel paraje agreste, simplemente me preparé para morir. Las piernas me fallaron y me dejé caer boca arriba, lo más cómodo que pude dadas las penosas circunstancias.
Entonces me pareció ver una luz muy intensa, tal vez la senda hacia el mismísimo Cielo. Sin embargo, también de forma muy rápida, me percaté de mi craso error, meramente era el sol que me escandilaba en esa posición horizontal.
En medio de mi padecimiento logré sonreír una pizca, para luego enfrascarme en mi particular agonía. Ah, cómo dolía, pero pronto llegaría la paz de mi destino postremo.

martes, 28 de abril de 2020

CONTAGIO CON MUCHO SENTIDO


Para el Concurso de historias sobre nuestros mayores de ZENDALIBROS.COM


"¡Por fin! ¡Lo voy a conseguir! ¡No puedo creerlo!", pensó para sí Eustaquio enormemente ilusionado, allí postrado en su sempiterna cama, porque se iba a cumplir aquello que tanto había anhelado.
El maldito accidente lo dejó tetrapléjico, impidiendo el correcto funcionamiento de muchos de sus órganos, incluido alguno que otro muy preciado por él, como el poder moverse y desplazarse con normalidad, el ser capaz de controlar sus esfínteres de forma digna y, principalmente, el hecho indispensable de que su miembro viril lograse una condenada erección ante una oportuna presencia femenina.
De cuello para abajo era un inútil, un ser inservible, por lo menos esto era lo que Eustaquio pensaba de sí mismo. Una triste concepción, pero respetable, puesto que había que estar en su pellejo para poder opinar. No obstante, los demás se empeñaban en decidir por él qué le convenía, sobre todo clérigos que abogaban por el cumplimiento de sus propios preceptos espirituales, argumentando que tales ideas suicidas eran un pecado horrible que le llevaría derecho al infierno que ellos mismos precisamente habían inventado.
Otros eran los politicuchos, que se alineaban con esta caterva sacerdotal para obtener hipócritamente más votos, dictando leyes de esta índole o rechazando reformas contrarias al respecto.
Aunque también estaba el mero vulgo, representado por sus vecinos y familiares más religiosos y conservadores, que no veían con buenos ojos sus ideas eutanásicas, pese a que éstas suponían su liberación terrenal ansiada con gran devoción, la emancipación total y drástica de su envoltura corpórea, a la que Eustaquio no le daba ya ningún valor, como tampoco creía en la existencia de una supuesta alma que le trascendiera; y, de haber sido así, no pensaba que lo que él pretendía fuese en absoluto ningún quebrantamiento de ninguna ley divina (básicamente porque no existía ningún dios a su parecer), pues no le hacía ningún mal a nadie, salvo a los mismos que propugnaban lo contrario y que vivían de esas restricciones interesadas.
Pero al fin iba a salirse con la suya, puesto que unas ánimas caritativas (éstas sí) le ayudarían a culminar su más loco y merecido sueño, el de acabar con su penosa vida de una vez por todas. ¿Y cómo lo harían? Sencillamente echando mano de una artimaña hasta ahora ardua, por no decir imposible. El surgimiento del temible coronavirus lo haría viable. Quienes tuvieron la maravillosa ocurrencia y se lo propusieron (que él aceptó, por descontado, gustosa y presurosamente) traerían a su lecho a una voluntaria asintomática, si bien por completo infectada, que le daría el último y más prolongado beso de su vida, contagiándole de manera irremediable y deliberada. Después, el habitual desarrollo del mal le haría sucumbir sin duda por su grave estado y su avanzada edad, justo lo que ellos ambicionaban. Quizá todo ello fuera revelado a posteriori, lo cual serviría de propaganda y debate para futuros casos similares.
Eustaquio lloró de alegría cuando oyó la puerta abrirse, dejando paso a sus nuevos amigos y a una preciosa muchacha que le sonreía con los ojos asimismo humedecidos por el júbilo (o acaso por la tristeza, daba igual). Incluso, a lo mejor no era una mujer en verdad guapa, pero él la veía en ese instante como la más hermosa de todo el mundo.

CONTAGIO SIN SENTIDO

Para el Concurso de historias sobre nuestros mayores de ZENDALIBROS.COM


"¡Ya lo tengo! ¡Ya sé cómo hacerlo!", se dijo a sí mismo el anciano, triunfante, pese a que su aseveración denotaba realmente un fracaso, el mayor de todos, el de la rendición absoluta, irremediable y fatal…, la de la muerte.
Hacía tiempo que el viejo se sentía cansado, muy cansado; harto, para ser más exactos, de su triste vida que ya debía tocar a su fin, que ya se encontraba en sus últimos estertores, que ya se había consumido casi por completo. Sólo le restaba la etapa postrema, la de la senectud, la del declive que a todos nos llega sin distinción.
Sin embargo esta fase podría durarle, en el peor de los casos, incluso unos veinte años más de penoso padecimiento emocional. Y eso no podía consentirlo, no podía siquiera imaginarlo.
Ya no deseaba vivir. Desde que murió su amada esposa, la mujer de su vida. Con la que había compartido casi toda su existencia, y que le había regalado los mejores años de ésta.
También desde que enfermó él del corazón (seguramente por haber quedado destrozado por su viudez), impidiéndole disfrutar de su mayor afición: el senderismo. Se terminó el goce de los paisajes naturales, de respirar el maravilloso aire de la montaña, de sentirse libre en aquella soledad anhelada.
Y asimismo desde que, debido a la medicación impuesta por su dolencia cardíaca, ya le era imposible satisfacer a una mujer al viejo estilo; su pene se hallaba prácticamente muerto, incapaz de practicar un coito como Dios manda, ni siquiera con la ayuda de las pastillas azules milagrosas para otros compañeros de su quinta.
Así pues, la vida carecía de sentido para él y ambicionaba ponerle término de una vez por todas. No obstante, era demasiado cobarde para llevarlo a cabo mediante el antiguo método del suicidio en sus más variados y agónicos modos de ejecución.
Pero al fin había dado con la solución, con la aparición del temible coronavirus para la gente de su edad. Simplemente se dejaría contagiar de forma voluntaria y se dejaría llevar con el discurrir usual de la enfermedad.
Ése era el plan…, su terrible determinación. Y sabía a la perfección cómo conseguirlo. Una vecina suya se encontraba confinada en su casa, asintomática, idónea para su proyecto, ya que sabía que ella le pretendía, le deseaba libidinosamente. De tal manera se presentaría en su vivienda con una botella de buen vino, se le insinuaría, haciéndole falsas promesas, bastaría con un solo beso ardiente… y luego él se inventaría una excusa y se marcharía, seguro de que el mal se extendería por su cuerpo, acabando con él.
Quizá hubiera algún cabo suelto en sus siniestras maquinaciones, aunque lo volvería a intentar una y otra vez hasta lograr su dantesco propósito. Por fin se sentía pleno, dichoso…, por eso precisamente, por tener un objetivo, algo que hacer, algo que le hacía especial…, acaso era la única persona en el mundo en pretender ser infectado por aquel condenado virus.

jueves, 9 de abril de 2020

EL HÉROE APARENTE

Para el Concurso de historias sobre nuestros héroes de ZENDALIBROS.COM


Ahora me llaman héroe. Ay, si supieran…

Ahora me llaman héroe, porque cogí el dichoso coronavirus, el covid 19, que tanto trajín (por llamarlo de una forma suave) está dando a nivel mundial.

Y me cogió (él a mí, sería más exacto decir) con casi setenta tacos, perteneciendo al grupo de riesgo, lo cual me hacía tener más papeletas para diñarla y, por consiguiente, para que mi heroicismo fuese más meritorio aún.

Me llamaron héroe porque lo pasé, no sé si milagrosamente, pero estuve en la UCI treinta y tantos días, enchufado al bendito respirador, que fui dichoso de que me adjudicaran uno a mí, si no, a lo peor otro gallo hubiera cantado.

Me llamaban héroe, incluso me aplaudió el personal sanitario, cuando me dieron el alta. Me propinaban palmaditas en la espalda, felicitándome, recalcando la buena suerte que me había tocado, no así a muchos otros como yo.

¿Qué tiene de heroico el simple acto de postrarte en una cama a verlas venir? ¿Qué heroicidad representa el gozar de la fortuna del azar más inescrutable? ¿Quién se gana el merecimiento de vivir solamente por desearlo de manera ferviente? Y, por último, ¿qué hace que un ser depravado como yo se convierta en un ejemplo para los restantes enfermos por el mero hecho de no salir de un hospital con los pies por delante?

Porque yo, en efecto, soy un desalmado, un abyecto pecador, un psicópata homicida desde joven, y lo he sido durante toda mi existencia. Tal vez mi mérito o destreza ha recaído en lograr que no me atrapasen hasta la fecha, pero eso no me confiere el carácter de héroe ni mucho menos.

Por eso me río mientras me despiden con vítores y felicitaciones, no por agradecimiento ni por la alegría (que también) de haber sobrevivido, sino más bien imaginándome la cara que pondrá una de mis enfermeras (a la que ya le he echado el ojo) cuando se tropiece conmigo de modo confiado y altamente peligroso.

Ay, si supieran...

miércoles, 8 de abril de 2020

EL HÉROE EFÍMERO

Para el Concurso de historias sobre nuestros héroes de ZENDALIBROS.COM

¡Lo conseguimos! ¡Por fin logramos aislar el COVID 19, el coronavirus causante de la mortífera pandemia que nos asola en estos días!
Se trataba de una técnica novedosa, inédita, sin parangón en la medicina, tomar uno de estos ínfimos bichitos y agrandarlos exponencialmente para que fuese más sencillo desvelar todos sus secretos y todas las formas de acabar con él.
La lástima es que el experimento se nos fue de las manos. El crecimiento resultó excesivo y, en segundos, nos vimos acorralados en el laboratorio por una inmensa bola coronada y viscosa que rodaba hacia nosotros buscando, anhelando, nuestra sangre.
No había manera de pararlo, pues su tamaño y fuerza eran descomunales. Uno a uno, fue encargándose de mis compañeros, absorbiéndolos dentro de su masa glutinosa y devorándolos horrible y corrosivamente, haciéndoles padecer de un modo torturador.
Se acercaba mi turno, ya que su hambre era insaciable (o su homicida instinto de supervivencia) y aquella cosa obstruía la única vía de escape.
Sólo se me ocurrió morir como un héroe, sacrificándome y llevándomelo por delante para que no saliera de allí e hiciese más daño. Así que tiré todas las probetas susceptibles de reaccionar químicamente y prenderse, provocando un incendio en el angosto recinto. Aquello lo volvió loco, pero él no cabía por la puerta de salida ni por los reducidos ventanucos, de tal forma que se abalanzó sobre mí como un último, desesperado y baldío recurso: el de vengarse.
Me dispuse a recibirlo con los brazos abiertos y los ojos cerrados, asumiendo mi segura muerte aun de aquella manera insufrible. Mas él se impregnó en el camino con las substancias inflamables, disolviéndose su membrana exterior y desparramándose su asqueroso contenido por el suelo, incluso mojándome a mí, lo que impensable y afortunadamente me libró de la ardiente mordedura de las llamas, además de dejarme vía libre para escapar.
De ahí que haya podido contar este relato, aunque aquella impregnación de todo su ser vírico puedo notar que me ha afectado, cambiándome, alterando mi ADN… Ahora soy como él, un virus andante, listo para infectar a todos mis congéneres. De nuevo, sólo cabe el sacrificio postrero, el suicidio, si quiero seguir sintiéndome un héroe. Sin embargo, en estos momentos, algo en mi interior, algo siniestro, animal, me hace replanteármelo seriamente...