lunes, 11 de julio de 2022

LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD

Para el concurso de relatos de #HistoriasdeAnimales de ZENDALIBROS.COM

Lo primero que siente es el agua en que se zambulle tras una caída vertiginosa. La esclusa por donde ha salido, y situada casi en el techo de la celda en la que el hombre se halla ahora, se cierra herméticamente.
El hombre se incorpora, pues el agua sólo le llega hasta la entrepierna, y mira a su alrededor, confundido. En el centro de la sala, un árbol, un  manglar, que acopla sus raíces en la arena bajo el líquido elemento que anega todo el espacio circundante. Tras el tronco, de improviso surge una temible aleta, un tiburón de proporciones considerables, lo que hace sobresaltar al hombre y comenzar a alejarse de la criatura marina.
De repente, otra sorpresa. Del conducto donde él mismo apareció, brota ahora una enorme figura rayada. Cuando emerge ésta del agua, cuyo nivel le acaricia la panza, el hombre contempla a un inquietante tigre, el cual, enseguida, percibe la presencia humana y le ruge amenazadoramente.
El hombre recula. Ahora debe tener cuidado con dos compañeros reclusos. Entonces, el recién llegado, después de un rápido vistazo a su nuevo emplazamiento, decide que es hora de desatar sus más salvajes y naturales instintos, y arremete contra el hombre. Éste, implorando una ayuda que es desoída, se parapeta tras el grueso tronco, sabiendo que no podrá rehuir al ágil carnívoro durante mucho tiempo. Sólo el agua ralentiza algo al tigre, por lo que su potencial presa opta por una salvación temporal, encaramarse velozmente a las ramas del manglar. El felino le sigue, lo que es respondido por el humano pataleando con frenesí, tratando de acertar el sensible hocico de la bestia. La tremenda garra del depredador consigue enganchar su raída camisa, tirando de él. La tela se rasga y el humano, desesperado, acierta a introducir sus dedos en las órbitas oculares de su atacante. El tigre, rugiendo de dolor, cae al agua. Quizá por casualidad, nadaba por allí el tiburón, el cual aprovecha que el felino se encuentra desconcertado y lacerado para morderle. Otra vez el tigre ruge amargamente. Se revuelve de modo rabioso para vender cara su vida, pero ya está herido de gravedad. El escualo ataca, tenaz, arrancando carne, sangre y vísceras de la presa, que termina quedando a su merced.
Pasan incontables horas y el hombre, quien continúa en el ramaje, comienza a sentir un hambre mayúscula, luego de haber agotado los frutos con que contaba su querido árbol.
Decide pues bajar a las peligrosas aguas e intentar arrebatar algún resto de tigre al incesante tiburón. Cuando éste patrulla por un extremo, el hombre salta al estanque, corre hacia los despojos, agarra una porción y regresa a la relativa seguridad de las raíces. No obstante, el pez, alertado por el sospechoso movimiento del agua, había acudido a la zona, y atenaza la carne sustraída, ejerciendo sus derechos sobre ella. Ambos seres forcejean, uno por su desnutrición agónica, el otro debido a su instinto depredador. Acaba ganando el más fuerte, por descontado, y el humano ha de contentarse con refugiarse en el inabarcable enramado.
Compungido y famélico, el hombre llora desconsolado durante un indeterminado tiempo, quizás días, hasta que trama otra solución. Arrancando con esfuerzo una rama conveniente, le queda lo suficientemente puntiaguda y recia para servirle como lanza y poder matar a su rival. Sólo resta aguardar a que éste se aproximase por debajo, tirarse encima y ensartarlo. El plan termina saliendo bien, y el tiburón agoniza después de haberse revuelto y haber aleteado en incansables ocasiones.
Lo había logrado, piensa el hombre mientras brinca, dichoso, y se dispone a regalarse con el pescado. Aunque acaso no sea necesario, ya que se cree victorioso de la enigmática prueba a la que ha estado sometido, él y sus demás compañeros de celda, y seguramente le permitirán salir. No sucede nada tras varios minutos, así que maldice a todo aquel que lo estuviese escuchando mientras mastica pesarosamente un pedazo de escualo.
Así, todo continúa igual en la misteriosa celda, el humano solo con su amigo el árbol. Transcurren así los días, los meses... ¿los años? El hombre ya no sabe ni puede precisarlo. Desilusionado y hambriento hasta la extenuación, acaba construyéndose una cuerda con la corteza enrollada de su generoso manglar, colgándose finalmente de él.
-El árbol ha vencido, su paciencia vegetativa ha dado su fruto -dictamina uno de los tres miembros del jurado intergaláctico, que en ese preciso instante se adentran en la celda anegada, empapando más sus celestes túnicas a cada uno de sus gráciles pasos-. Mientras los seres animados se matan entre sí, incluidos los seres pensantes como éste aquí suspendido y suicidado, las plantas meramente subsisten sin molestar a nadie, ocupadas sólo en sí mismas.
-¿Debemos entonces salvar a la Tierra del aciago destino que le aguarda? -se cuestiona otro de los jueces-. ¿Del ingente meteorito cuya caída inminente en el planeta provocará un cataclismo que conllevará la extinción de casi todas las especies? No olvidemos que su letal llegada fue ocasionada por fuerzas ajenas a las terrícolas, por lo que son inocentes del castigo que les sobreviene.
-El meteorito puede y debe caer libremente -opina el tercer miembro del jurado-, el gigantesco impacto que provoque lo exterminará todo, excepto a determinadas semillas de ciertos vegetales, los cuales se reproducirán y repoblarán el planeta. La prueba final así lo ha dilucidado.
-Pese a todo -vuelve a señalar el segundo juez-, es probable que la evolución de nuevo dé origen algún día a animales.
-No importa -concluye el primero de ellos-, eso será cosa de la madre naturaleza, del sumo azar, por lo que ahí no intervendremos.
El jurado se marcha por la misma abertura por la cual había entrado, dejando al manglar absorto en sus meditaciones y rodeado de despojos orgánicos intrascendentes.

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