Seleccionado entre los 10 mejores del I CONCURSO DE RELATO BREVE
ALEA IACTA EST y publicado en su libro LA CRECIENTE Y OTROS RELATOS
Sebas añadió de forma mecánica los ingredientes finales: la pimienta, la sal, la cebolla... ¿Cuántas veces había hecho aquello? ¿Cuántos preparativos? ¿Cuántas ejecuciones? ¿Cuántas catas impacientes para comprobar los resultados aún mejorables o deliciosamente exitosos?
Ah, el sabor jugoso de la roja carne fresca, la conjunción deleitosa de las especias y las fibras musculares, las secas salazones degustadas con calma cachito a cachito...
Su faena era su vida, nunca mejor dicho, pues de aquellos procesos de elaboración dependía su alimento, su subsistencia. Ese cotidiano y monótono quehacer era el sentido de su vida; para ello había nacido, no le cabía la menor duda. Así que no se quejaba porque todos sus días transcurrieran iguales, se rebelaba contra el aburrimiento (de todos modos cualquier trabajo era en sí o tenía algo de tedioso) y afrontaba cada amanecer madrugador con ilusión constante.
Era bueno en su oficio, "el mejor", reconocía firme en su completa seguridad. Nadie lo hacía como él ni lo había hecho jamás (por lo menos que él supiera). Era único en su especie, inigualable. Paladeando su auto-henchido orgullo, Sebas sonreía mientras trabajaba, entregado totalmente a su obra, su arte, convencido de su entera exclusividad. Aquel sótano suyo albergaba algo que no se daba en ningún otro lugar del mundo y sus paredes resonaban con las carcajadas cada vez más estridentes y jactanciosas del inimitable carnicero.
La brisa le era relajante, aunque para otros muchos hubiera parecido muy molesta. Pero para Julio Díaz, el vendaval que inundaba su raudo coche por entre la ventanilla y que violentaba su pelo, azoraba su oído izquierdo y le obligaba a entrecerrar los ojos había sido siempre gratificante, sobre todo en un tórrido día de verano como aquél.
Su viaje había sido largo y el sudor que humedecía y le atufaba la ropa y el cuerpo había resultado continuo y agobiante. Sin embargo la meta estaba cerca. El pequeño pueblo asomaba ya sus luciérnagas artificiales a través de la noche y entre los cuantiosos montes. Pronto descansaría en una pensión, se ducharía, comería y estiraría la torturada espalda en una barata aunque maravillosa cama.
A la mañana siguiente, tras desayunar y hacer algunas pesquisas en la comisaría local, Julio volvió (harto ya) a sentarse en su sobado coche, de regreso a la carretera, hacia una cierta dirección que le habían indicado donde quizá podría seguir con sus investigaciones.
Díaz era policía experto en homicidios. En aquella recóndita zona rural en la cual se hallaba habían ocurrido, cada vez con más frecuencia, una serie de desapariciones misteriosas: grupos enteros de excursionistas jóvenes, moradores aislados de las poblaciones limítrofes e incluso, de manera increíble, todo un pueblo al completo había sido abandonado como por arte de magia. Cierto es que había estado prácticamente deshabitado, sólo algunas familias (la mayoría ancianos) se habían empeñado en continuar viviendo en la tierra de sus antecesores. Todos los demás habían emigrado en años anteriores ante las escasas perspectivas laborales del campo, huyendo para hacinarse y mal vivir de nuevo en los extrarradios de las grandes ciudades esperanzadoras y al mismo tiempo desilusionadoras.
Aquel pueblo fantasma parecía ser un triángulo de Las Bermudas, el centro de esa incógnita a resolver por la experimentada mente del agente. Díaz hizo escala en él, camino de su próximo objetivo. Detuvo el vehículo en medio de la plaza principal, con el ayuntamiento a una mano y la iglesia a la otra. Prestó luego atención al anómalo silencio humano. Aquel sitio remodelado para albergar y dirigir la vida de personas se hallaba vacío, sólo ocupado por bichos y pájaros. Únicamente el viento interactuaba de manera notoria con el paisaje haciendo volar nubes de polvo, sacudiendo las jironadas y olvidadas banderas y aullando sin motivación alguna por entre los pasillos, las habitaciones y las puertas y ventanas abiertas, todas ellas vacuas de muebles y habitantes. Julio se subió otra vez a su automóvil, arrancó y se fue de allí, devolviendo a la soledad aquel desierto edificado al que en verdad pertenecía.
El último habitante de aquellos lugares, un tal Sebastián, vivía en una granja a varios kilómetros lejos del pueblo fantasmal, según le habían informado a Díaz. La policía local ya había hablado con aquel eremita, aconsejándole refugiarse en alguna localidad próxima; pero éste se había negado, aduciendo que llevaba toda su vida allí, que aquél era su único hogar, que de qué comería y una retahíla de excusas por el estilo con cierta lógica al menos. No obstante, aquello había hecho sospechar a Julio o, como poco, le había extrañado esa total falta de miedo y prudencia. ¿Sería el ascetismo de tantos años lo que le hacía aislarse de los problemas comunales? ¿Le había trastornado la mente hasta tal forma de no percatarse del peligro? ¿O tal vez no tenía nada que temer?, terminaba preguntándose el agente, sin remedio y acaso voluntariamente, buscando una resolución fácil y rápida del caso.
De cualquier modo, el siguiente paso obligado era hacer una visita al granjero solitario, observar la zona y recoger sus propias impresiones. Tras la larga distancia anunciada, Díaz avistó al fin la pequeña granja: un par de construcciones de madera y ladrillo, simple y funcional, una morada como otra cualquiera, mas para el granjero sólo ésa era la que sentía como suya. El agente detuvo el coche cerca de la entrada de la casa principal levantando nubes de polvo. Justo en ese momento el dueño salía del interior, interesado y sonriente, para recibirle.
-¡Hola! ¿Qué tal? -saludó cortésmente.
-Buenos días, amigo -contestó Díaz mientras paraba el motor y se apeaba.
-Anda perdido, ¿eh? -preguntó el rústico con ganas de chanza y sin temor alguno del recién llegado y desconocido.
-¿Todo el que viene por aquí es porque se extravía? -contraatacó el policía. Imaginó que debía ser costumbre del campo ridiculizar a la gente de ciudad, ya sea por absurda envidia o por pura diversión.
-Normalmente sí, pues pocas visitas recibo. Se lo preguntaré de otra forma: ¿qué se le ha perdido por aquí? -continuó Sebas sin ningún viso de irritabilidad.
-Bueno -iba a mentir Julio, ocultando su misión y condición-, he oído hablar muy bien de sus embutidos caseros tradicionales. Verá, soy agente de comercio y tal vez podríamos charlar de negocios.
-Vaya... No sé... ¿De veras alguien le ha hablado de mis productos? -receló el anacoreta.
-En el pueblo se escuchan maravillas -se arriesgó Díaz con aquella exageración.
Sebas quedó callado, sopesando las raras aseveraciones del extraño. De pronto pareció llegar a una conclusión.
-Entre, amigo. Conversemos dentro.
-Muy amable. A propósito, me llamo...
Julio pudo apreciar un granjero amable, educado y hasta simpático por momentos, a pesar de la esperada aspereza típica de los huraños. El agente probó toda una serie de manjares continuando con su interpretación mientras interrogaba al granjero de manera subrepticia. Entre cata y cata departía con él, simulando intrascendencia, sobre las últimas noticias de los alrededores: le preguntaba sobre las famosas desapariciones, si había visto a alguno de los extraviados o a alguien sospechoso, si no tenía miedo de correr la misma mala suerte... Sebas respondía igual que había declarado a la policía local en el informe que Julio había leído, como siguiendo acaso un guión memorizado. El agente pronto se cansó de aquel juego, creyendo que no sacaría nada en claro del reservado hombre. Lo único raro destacable eran algunas carnes, embutidos y quesos de la granja, pues tenían un extraño regusto no tan agradable como Díaz intentaba aparentar.
-Mmmm. Diferente, pero bueno. ¿Cómo lo consigue?
-Es una receta familiar. Y secreta -sonrió leve y vanidosamente Sebas.
-Por supuesto. Bien, ya he acabado aquí. Si me permite llevarme unas muestras yo hablaré con mis jefes y...
-De ninguna manera. No soy tonto, amigo.
-Vale, vale -simuló quitar importancia el agente a la nueva señal de desconfianza-. Les diré que se fíen de mi palabra. Bueno, hasta la vista.
-Ha anochecido ya. Le costará encontrar el pueblo si no conoce bien estos caminos. ¿Por qué no se queda a dormir? Me gusta la compañía y veo tan poca gente...
Díaz se extrañó ante el inesperado ofrecimiento. Quizá fuera algo inútil, sin embargo se le presentaba en bandeja la ocasión de averiguar algo más que sólo su instinto policiaco se empeñaba en indicarle.
-Es usted muy amable. Gracias. Acepto encantado.
Luego de una cena especialmente carnívora y una conversación algo forzada al calor de la lumbre, Díaz se excusó en el cansancio para marchar a acostarse. El granjero apoyó la idea, aduciendo a su vez que debía despertarse antes del amanecer para ordeñar las vacas. Le mostró entonces el aposento a su invitado, quien después quedó solo planeando su próximo movimiento.
Éste llegó avanzada la noche, cuando los convenientes ronquidos de Sebas reverberaban por las habitaciones oscuras. Julio abrió su puerta cuidadosamente y se desplazó por los pasillos casi de puntillas. Su menuda linterna iba mostrando cuadros, muebles y otras puertas tentadoras de trasponerse. Manteniendo las broncas aspiraciones de su anfitrión a la espalda, Díaz descubría el misterio de cada nuevo habitáculo, habitualmente desilusionador. Bajó las demasiado crujientes escaleras hacia la planta baja continuando su búsqueda azarosa.
Al tiempo sólo le quedó el sótano, reducida y verde puerta que había llamado su atención la tarde anterior. Cómo no, cerrada con llave (no sabía por qué no podía ser de otra forma). Usó su kit de ganzúas haciendo más ruido del deseado, aunque logró forzar la antigua cerradura y se adentró en un mar de negrura. Unos nuevos escalones empinados y estrechos surgían en la pantalla circular del foco. Abajo el hedor era intenso. Apestaba a hacinamiento, a pienso y a paja maculada de excrementos. Debía ser otro corral aparte de los que había visto arriba. Julio quería largarse de allí, pues la peste era repulsiva, pero decidió dar una ojeada (algunas resoluciones que parecen inocentes te cambian la vida por el contrario). Enfocó la linterna hacia el fondo, asomando una figura informe y brillantemente roja al reflejo de la luz artificial. El agente entrecerró los ojos tratando de discernir la cosa mientras se acercaba. Era un cadáver, con su caja torácica vacía y despellejada. ¿De qué animal? Díaz alzó el haz hacia la cabeza del sacrificado. Su última cena luchó por salir de su estómago ante la calavera que parecía reírse a su costa. Al lado, una ristra de otros cuerpos humanos colgaba como las reses de un matadero; sin piel, sin órganos, sin sangre, impregnados de sal para su horrenda conservación. Al fin vomitó fuerte, con ganas, como para liberarse de todo aquello, lo cual era imposible. Babeando jugo gástrico quemador y llorando sin lástima, sólo horror y angustia, Julio levantó de nuevo la mirada. Ellos continuaban allí, divertidos en su tragedia inconsciente. Oyó entonces un leve sonido algo más adentro. Aterrorizado, tanteó con la linterna, pasando delante de lo que se asemejaba a jamones que otrora fueron muslos de personas y cruzando ante embutidos maliciosamente repugnantes que maduraban en espera de que algún comensal los degustara. De repente algo se movió por entre la luz. Resultaron ser niños pequeños, aunque gordos en exceso. Casi no podían desplazarse con sus rechonchas piernillas, atados cruelmente de manos y con mordazas húmedas de lágrimas. El agente, horripilado, decidió dar un rápido vistazo por el resto del recinto. Y halló (no supo por qué) lo más horrible para él. También amordazadas y con ligaduras, varias mujeres igualmente llorosas fijaban la mirada de manera dolorosa en aquella esperanzadora nueva refulgencia. Sus enormes senos abultados enrojecían de irritación y heridas. Díaz lo adivinó enseguida. El queso que le había dado antes a probar Sebas procedía de la leche de aquellas víctimas, ordeñadas contra natura a diario, alimentadas a la fuerza, condenadas a una precaria existencia de prisión y amargura. Julio quiso gritar, liberar velozmente a todos ellos y matar a aquel gusano demencial. Ese caníbal y atormentador no merecía vivir. Llorando de rabia y compasión, se aproximó tembloroso hacia una de las féminas, la cual desorbitó los ojos por algo que el policía no supo entender. El conato de aviso llegó tarde. Ofuscado por la espantosa situación que le rodeaba, Díaz no se inquietó y pisó firme en la trampa que el granjero loco tenía colocada delante de las chicas lecheras. Cayó al vacío de forma vertiginosa, sintiendo el frescor del terrible viento que provocaba su descendimiento. El final fue repentino y tremendamente doloroso. Notó la aflicción irremediable de sus piernas partidas por completo, la agonía del más mínimo movimiento de las fracturas abiertas. Quedó allí en las tinieblas empapado en su sangre, gritando de manera lastimera y, lo que era peor, convencido de su fatal destino.
El gallo cantó una vez y Sebas se desperezó de manera experimentada como todos y cada uno de los amaneceres de su "intrascendente" vida. Orinó largamente con el pelo despeinado y ridículo. Permaneció luego un buen rato placentero con la cabeza bajo el helado grifo, pensando de modo intermitente en la labor del día o concentrado por momentos en el éxtasis de ese frescor acariciador. Se vistió con ropa vieja aunque limpia (aquella noche quedaría sucia y sudorosa debido al arduo trabajo) y se ocupó primero con brevedad de sus animales tapadera. Vacas, conejos, gallinas y cerdos fueron despachados.
Después siguió con su verdadero ganado, con sus obras de arte, en el sótano. Comenzó exprimiendo las tetas doloridas de sus mujeres, como él las llamaba. Era su tarea favorita, tanto por el hecho de sobar gratis al género femenino como por producirles padecimiento y humillación. Continuaba alimentándolas a ellas y a "sus" niños constreñidamente. Cada vez se le morían menos y le duraban más; estaba depurando su técnica, pronto crearía escuela. Era difícil conseguir reses, aún más mantenerlas vivas y relativamente sanas. De todas maneras les sacaba todo el partido posible mientras podía, ordeñándolas y cebándolas para la matanza. Y cuando perdía alguna, pues se la comía.
Dejó entonces a sus animales sin mordaza, su silencio ya no era necesario y a Sebas le gustaban sus gritos, llantos y lamentos. Con aquella habitual música se asomó a su antigua trampa para ver su última adquisición. Estaba inconsciente o muerta, como era de prever. Contento y sonriendo, el perturbado granjero descendió a por su presa.
Díaz despertó de un sueño calmante y en paz para regresar a una pesadilla real y agónica. Se encontraba colgado por los pies, martirizándole un caos quebrado de fémures y peronés sostenido por hilos de empecinada carne tirante. Obnubilado por el sufrimiento, miró a su alrededor invertido. Su verdugo se hallaba muy cerca afilando sus cuchillos.
-N... No..., por favor -suplicó débil y por reflejo-. ¿Q... Qué va a hacer?
-¡Oh, esto es nuevo! Un rato de charla animada mientras trabajo. Muy amable por su parte. Bueno, vamos allá. Vaya describiéndome sus sensaciones, por favor. Me interesa mucho, de verdad.
-No. ¡No! ¡No! ¡No!...
-Bah, siempre decís lo mismo.
Sebas rajó magistralmente el cuello del agente. La sangre cayó en la cubeta de manera sonora, continua y abundante. Julio moría al fin con un postrer gorgoteo. Un instante antes el carnicero ya había iniciado la desolladura para seguir a continuación con el destripamiento.
Con la faena acabada y el cuerpo de Díaz listo para curarse, Sebas se dispuso a registrar sus ropas con las manos sanguinolentas y un cigarrillo también manchado. Le invadió de repente el amargor del pánico al descubrir una pistola y una placa entre las pertenencias del supuesto comercial. Le había engañado y él había cometido el peor error de su vida.
De todas maneras esto tenía que suceder tarde o temprano. Alguna vez lo había pensado de noche intentando conciliar el sueño, cuando la conciencia (o algo parecido en el caso de un psicópata como Sebas) ataca inexplicablemente con más fuerza, cuando sólo estáis tú y tus pensamientos repasando lo acaecido en la jornada, las equivocaciones y los aciertos (más los primeros) del pasado y las perspectivas probables y sobre todo anheladas del futuro.
Estaba perdido. ¿Qué haría ahora? Pronto descubrirían la falta del policía y vendrían a buscarlo. Seguro que dejó aviso de adónde se dirigía a investigar. Y el hecho de que le engañara con su identidad ficticia... Sospechaban de él, era indudable.
Poco a poco fue recuperándose del ofuscamiento inicial y de la prisa histérica subsiguiente. Se sentó entonces en una crujiente y tenaz silla a relajarse y simplemente pensar. Transcurrieron un par de horas de reflexiones y de repasar el plan trazado con una ligera comida entre medias: una morcilla cocinada con sangre humana (de una guapa excursionista rubia, creía recordar) y un trozo de queso elaborado con deliciosa leche materna; por supuesto, sus víctimas femeninas le resultaban más exquisitas. Después sabía lo que debía hacer y lo hizo.
Pasó el resto de la mañana sacrificando a su ganado animal y al racional. No se entretuvo demasiado y asesinó rápidamente a los niños a estacazos mientras los próximos a inmolar lo contemplaban o apartaban la vista, horrorizados. Luego se quedó delante de sus chicas, decidiéndose. Por fin eligió matar a todas ellas menos a una, con la cual tuvo un breve y depravado contacto sexual, tortura final que hubo de padecer aquella desafortunada escogida antes de sufrir cómo los huesos de su cara se iban rompiendo a cada golpe inmisericorde.
Tras estas aberraciones, Sebas se duchó con un agua placenteramente fresca (sin llegar a helada) y preparó una parca maleta con ropa, dinero, algunas provisiones especiales para caníbales y poco más. Entonces se detuvo en el umbral de su casa, fija la mirada en la menuda puerta del sótano, donde permanecía su arte, sus creaciones y su vida. Salió al fin resuelto, encaminándose a la carretera y dejando a un lado el coche del agente con el que podrían haberle seguido la pista.
Un rastreo masivo fue organizado cuando las fuerzas policiales registraron la granja sospechosa, hallando los múltiples cadáveres, incluido el de su compañero. La prensa se hizo un gran eco de las horripilantes informaciones, cada una más increíble y repugnante que la anterior. La opinión pública y las autoridades estaban indignadas, alguien así no debía continuar suelto, sino ser encerrado de por vida o muerto preferiblemente. Las atrocidades del granjero caníbal le convirtieron en leyenda oscura, tema de pesadillas y nuevo coco asusta-niños.
En días posteriores, por suerte y a la postre, se le descubrió en un bosque. Había huido de la zona en autostop gracias a una confiada familia. Lo apresaron en medio de una horrible barbacoa con los restos del padre. Ya se había alimentado de la mujer y reservaba los niños ahumándolos con el mismo fuego. Faltó nada para que un joven agente que participó en su captura no se tomase la justicia por su mano y lo ejecutara allí mismo.
La buena nueva alivió y alegró a la población, enfervorizada. Decenas de personas (millones por televisión) presenciaron el juicio con todo detalle y se apelotonaban a la entrada de los juzgados deseosas de linchar o insultar al menos al repulsivo antropófago. Por lógica y con gran disgusto sólo fue declarado enajenado mental y recluido en una institución hasta su improbable mejoría. El mundo volvía a estar a salvo. El criminal pagaría su crimen.
Pero Sebas no dejó de ser noticia. En el manicomio rechazaba comer, acaso buscando el suicidio, motivado por un aparente arrepentimiento. Empezó a causa de ello a adelgazar drásticamente y fue cuando los médicos le amenazaron con nutrirle a la fuerza mediante suero y atado a una cama. Al día siguiente le encontraron devorándose a sí mismo con la sola potencia de sus mandíbulas. Había comenzado con la carne de los dedos, extendiéndose luego a su mullido y jugoso antebrazo. Los enfermeros que lo sorprendieron quedaron en consecuencia horrorizados sin dar crédito a lo que no querían haber visto. Sebas lloraba debido a la agonía, temblando todo su cuerpo, aunque feliz y saciado por su demente ocurrencia.
-Decidle... Decidle al doctor que mi problema ya se ha... s-solucionado. No volveré... a pasar hambre... durante lo que me reste... de... existencia.
Y Sebas rió, rió con ganas ante el cómico (para él) rostro asqueado del enfermero que retrocedía lentamente, intentando alejarse de aquella locura infernal.
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