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El picor era insoportable. Víctor rascaba ansiosamente su cuero cabelludo irritándolo cada vez más, aunque no conseguía librarse de la vehemente incomodidad. El molestísimo hormigueo se iba moviendo por su cabeza: unas veces a un lado, otras a otro, se desplazaba a su coronilla, viajaba a la nuca, se trasladaba a una sien... Víctor estaba seguro, era algo vivo, algún bicho cargante, un piojo o alguna cosa parecida. ¿Dónde lo habría cogido? ¿En dónde había pegado la cabeza? ¿Por qué sucio sitio infestado había andado? Víctor no caía en la cuenta, no conseguía recordar nada sospechoso. No había estado con perros, ni se había rozado con gente desaseada. ¿Cómo demonios…?
En medio de su desesperación, la picazón fue a una de sus prominentes entradas. Con rapidez se miró en el espejo apartándose mechones de pelo, buscando. ¡Ah, ahí está! ¡Un punto negro móvil que destaca de la blanca piel! ¡Se pierde! ¡¿Dónde ha ido?! Víctor, angustiado, trató en vano de volver a hallar la pulga. Tenía que ser eso, puesto que su veloz desaparición debía haberse dado por uno de sus característicos saltos.
Se dispuso a lavarse la cabeza de forma apresurada. Los preparativos le resultaron insoportablemente desesperantes, pero al final sumergió su pelo bajo el grifo y lo llenó de la espuma del champú. Frotó su testa primero suavemente, luego con más fuerza. Alargó su labor bastante para asegurarse de que se libraba del parásito o lo ahogaba. Decidió terminar, se enjuagó y se secó, sentándose en la tapa del retrete, aliviado. Quedó extasiado con la sensación recuperada de comodidad. Repentina y desgraciadamente volvió a notar el hormigueante picor, ahora en el lado izquierdo de la nuca. Víctor se levantó furioso y desesperanzado, quejándose de manera sonora, aunque se auto-dominó con rapidez, no quería que Sara le oyera y se despertase, entonces sabría lo que habría ocurrido y él se avergonzaría mucho de ello. Debía calmarse, pensar, sin embargo la pulga seguía viajando a ratos por entre sus cabellos, angustiándole. La insultó mentalmente, la odió con todo su ser, pero eso no servía de nada, tenía que hacer algo.
Todavía le quedaba algo de tiempo antes de entrar a trabajar. Empezaba de madrugada, de ahí que Sara aún durmiese. Podría acercarse a un supermercado de horario nocturno. Con suerte (ojalá) tendrían un champú desparasitador "aunque fuera para perros", se dijo a sí mismo. Volvería a casa y a lavarse el pelo y asunto resuelto. Tras tomar aquella decisión se sintió más animado y se vistió velozmente para salir a la calle.
La débil brisa nocturna se tornaba en viento bastante frío debido al avance raudo en carrera de Víctor. Se desplazaba entre las calles, molesto por el bajón de temperatura y por el agotamiento que empezaba a maltratar sus pulmones. Sin embargo la sensación de velocidad tiempo ya no experimentada (podían contarse años desde que dejó de practicar algún deporte) le maravillaba y le hacía seguir corriendo por pura diversión.
Los callejones estrechos le servían de atajo hacia el supermercado situado a varias manzanas de su casa. Eran lugares poco recomendables, sobre todo a aquellas horas, pero la necesidad y la prisa hacían arriesgarse a Víctor.
Como de forma agorera, en el fondo de una de las callejas iluminada contrastadamente por una farola, se entrecortó de manera súbita la figura negra de un hombre que le cerraba el paso. Víctor se detuvo por reflejo, instintivamente azorado. Casi al mismo instante oyó una voz muy cercana a su espalda.
-¿Dónde vas tan deprisa, amigo? Es muy tarde para hacer footing –habló el joven mientras Víctor se volvía para verle la cara, adivinando sus malintencionadas intenciones. En ese instante se atemorizó mucho, estaba demasiado cansado para plantar batalla y ellos eran dos, seguramente armados y acostumbrados a la violencia. Estaba perdido.
-¡¿Qué… qué queréis?! Dejadme… -casi rogó débilmente Víctor a los muchachos. El otro cómplice llegó por fin a su lado también y descubrió con pánico que éste era enorme, invencible.
-Vamos, suelta la pasta y podrás irte. Has cometido un error pasando por aquí –volvió a decir el más delgado (sin duda el jefe), empuñando una navaja resplandeciente a la luz de las farolas-. No intentes gritar, te lo advierto.
-¡No! ¡Necesito el dinero para…! –protestó Víctor sin ninguna utilidad. Estaba obsesionado con que Sara no se enterara de lo de la pulga, y deseaba ardientemente que ésta desapareciese de su cabeza y no volver a sentir el desesperante picor. Los chicos tomaron su queja airada como un acto de rebeldía, así que lo agarraron con fuerza y comenzaron a golpearle.
Patadas, puñetazos, burlas insultantes… un episodio sádico y cruel en el que Víctor era el sufrido protagonista. Sólo el cansancio de los torturadores y la total rendición de la víctima hicieron detener el acto repugnantemente violento. Víctor se desvaneció al fin y por fortuna tras padecer, además de la agonía física, el terror ante el daño que le estaban infringiendo, la desesperación por la imposible huida y la vergüenza debida a la incapacidad de defenderse. Los jóvenes delincuentes se agacharon triunfantes a rebuscar en los bolsillos de su presa.
Como a través de relámpagos, Víctor fue volviendo en sí. Otra vez notaba el frío de la noche potenciado ahora por la humedad de su propia sangre, y de nuevo le laceraba el dolor de su cuerpo apaleado. Lloró por el sufrimiento y por el recuerdo de las risas y los escupitajos de sus asaltantes. Se incorporó entonces a medias trabajosamente, horrorizado ante los enormes charcos de sangre que manchaban el suelo. Creyó que era suya al principio, luego se extrañó de su exagerada cantidad. Aún desorientado, siguió uno de los rastros sanguinolentos y vio que manaba en realidad de otro cuerpo caído. Era uno de los salvajes muchachos, el más grande, muerto, destrozado, su cara ya no existía, agujereado por todas partes, las vísceras colgaban de su caja torácica. La sorpresa más extrema y el asco impidieron que Víctor sintiera una lógica alegría mezclada de crueldad ante el horrible final de su torturador. De forma instintiva buscó a su criminal compañero, adivinando la posición del otro cadáver. Yacía boca arriba, con los ojos abiertos, gesticulando una mueca de padecimiento aterrorizado, los dedos crispados sin forma definida, y su cuerpo no continuaba desde el ombligo para abajo.
Ahora sí Víctor sonrió, incluso articuló una única carcajada que reverberó sonoramente en la quietud silenciosa de la madrugada. Le habían pegado. Se lo merecían. Pero, ¿cómo? ¿Quién? Volvió a asustarse y sin pensarlo salió huyendo hacia su casa, olvidándose por completo del champú desparasitador por el que había salido a comprar.
Víctor subió las escaleras de su piso de tres en tres, tropezando en ocasiones pero recuperándose con habilidad. Agotado y chorreando de sudor, abrió de manera apresurada la cerradura y entró llamando lastimosamente a su mujer.
-¡Sara! ¡Sara! –gritó mientras recorría la casa. Ella no contestaba, lo cual le extrañó. Entonces ruidos y voces distintas (una la de su esposa, la otra de un hombre desconocido) provinieron de la alcoba. Sorprendido, avanzó hacia la habitación. La puerta abierta reveló una escena entre ridícula y odiosa para Víctor. Sara y otro tipo, semidesnudos, se aligeraban torpemente a ordenar la cama y a vestirse todo a la vez. Ante el marido engañado en la entrada, ambos se detuvieron avergonzados.
-Víctor –habló Sara por decir algo. Su semblante se tornó asustado cuando su marido hizo aparecer en el suyo un gesto de intensa ira-. Tran… tranquilo, no…
El despechado se abalanzó, gritando furiosamente contra aquel extraño. De modo raro y a la vez irónico, por un segundo, Víctor obvió su rabia hacia su rival dejando paso a una admiración sin sentido. En efecto, aquel hijo de mala madre a simple vista era mejor que Víctor: joven, guapo, musculosamente atlético… todo lo que en cuanto al físico una mujer podía desear o soñar. Después ese fugaz pensamiento le encolerizó más. Da igual que fuera más atractivo que él, era su mujer y ambos lo pagarían de alguna manera.
-¡Maldito seas! ¡Te voy a matar! –chilló Víctor al muchacho, quien se apartó de su embestida y lo empujó violentamente contra la pared con una facilidad sorprendente para el marido engañado. Éste se golpeó la cara manchando la pintura blanca de roja sangre, y acto seguido recibió un puñetazo en los riñones que terminó por hacerle hincar las rodillas.
-¡Eso es! ¡Destrózale! –gritó Sara histérica y sobreexcitada por la salvaje escena, aunque a la vez sorprendiéndose y momentáneamente avergonzándose de su malvada actitud.
El joven, respondiendo sonriente al perverso ánimo de su amante, comenzó a descargar patadas sobre el cuerpo rendido mientras la pareja reía y le insultaba, ridiculizándolo. Durante el inmisericorde pateo, uno de los golpes que acertó la cabeza de Víctor le sumió en la inconsciencia.
La primera sensación fue el dolor, un daño omnipresente por todo el cuerpo. Esta aflicción le ayudó a volver a la consciencia con mayor rapidez. Casi sin poder concentrarse en otra cosa que en su padecimiento, Víctor intentó incorporarse. Notó la sangre que goteaba de su cabeza contra el suelo, mientras los músculos de sus extremidades y sus costillas respondían lacerándole con cada movimiento.
Su visión obnubilada fue aclarándose de manera gradual y vio que la historia se había repetido. Otra vez retornó a la vigilia rodeado de cadáveres mutilados. Extrañamente no se sorprendió nada y se horrorizó menos que antes. Ahí estaban Sara y su amante destrozados. En la práctica sólo podía distinguírseles por los restos de pelo largo y rubio de lo que fue su esposa.
Esta vez Víctor no dejó que el entusiasmo le hiciera regodearse, aunque hubiera tenido motivos para ello. Aterrorizado de nuevo, huyó corriendo de la casa tras lavarse con velocidad y a medias la cara ensangrentada.
Víctor cerró la puerta de la habitación y quedó momentáneamente aliviado, apoyado en la madera. Había estado evitando por si acaso todo el día a la policía. Sin duda descubrirían los cadáveres en su casa e irían a por él. Se había refugiado en un hotel de carretera lejos de la ciudad para pensar sobre su próximo paso. ¿Cómo explicar que él no lo había hecho? Y si no él, ¿quién? Alguien le estaba ayudando, salvándole de la muerte, pero de una forma brutal y sangrienta.
En medio de sus desesperadas deducciones volvió una familiar y molesta sensación. El picor se desplazó desde encima de su oreja derecha hacia el lado también diestro de la nuca. Se rascó instintivamente, pero la molestia desapareció resurgiendo uno o dos segundos después en el centro de su coronilla. ¡Otra vez la pulga! ¡Sólo le faltaba eso para enloquecerle más! Víctor luchó de nuevo, atacando su propio cuero cabelludo. Se frotaba y raspaba exasperado la cabeza, conforme daba tumbos y gritos por la habitación. Se detenía agotado con la piel irritada, apoyando las manos en las rodillas y resoplando. Regresaba el hormigueo y la pelea se reanudaba contra su diminuto enemigo y contra sí mismo. Al final, rendido temporalmente, Víctor salió de la habitación hacia la pequeña tienda de la gasolinera vecina al hotel.
Por fortuna (casi por milagro) el establecimiento tenía en sus existencias champús parasiticidas, aunque para perros. Víctor, esperanzado, compró rápidamente el producto y regresó al motel de manera presurosa. Sólo tras el tiempo de leer por encima las instrucciones y contraindicaciones, se mojó el pelo y se restregó el champú con generosidad. Le escocían las rojeces y arañazos que él mismo se había provocado, pero continuó durante un buen rato, pasándose las yemas de los dedos por entre las raíces de su cabello. Anhelaba mientras que la composición química hiciera efecto. Se imaginaba a la fastidiosa pulga entrar en contacto con la espuma, morir intoxicada y abandonar su cabeza, empujada por el agua fresca del grifo.
Interrumpiendo sus ensoñaciones, de repente sufrió una mordedura intensa en la izquierda de su nuca que le hizo dejar escapar un quejido involuntario. Se sucedieron varios mordiscos cada vez más potentes e hirientes, y Víctor estaba seguro de que iban haciéndole sangrar, llegando incluso a arrancarle pedazos de piel. Procuraba con ansia llevar el insecticida jabonoso hacia el epicentro de los dolorosos ataques, sin embargo no conseguía nada. El miedo acaparó la mente de Víctor cuando notaba de forma gradual bocados más feroces y algo que se movía por su cráneo, que se agigantaba bajo sus dedos y que pesaba cada vez más, haciendo doblar su cuello por la creciente masa. En un momento dado pudo agarrar a la criatura fuertemente, tratando de alejarla fuera de sí. Como horrible respuesta, el ser le rebanó tres dedos con sus mandíbulas. Víctor chilló por el sufrimiento y en esta ocasión sí la bestia, de un fácil salto, abandonó el cuerpo de su huésped. Tirado en el suelo y agarrándose la mano mutilada, éste lloró de terror y dolor. Ante sus anegados ojos vio a la pulga aumentar de tamaño con una velocidad innatural, mientras ella le miraba a su vez con fijeza.
Era su pulga, la que había estado desplazándose por entre el bosque de su pelo, la que le había provocado esa insoportable picazón, la que había estado sorbiendo su sangre como el parásito que era. No obstante también era la que le había salvado de morir dos veces apaleado por los ladrones y por el amante de su mujer, la que había vengado con creces la humillación y tortura sufridas, la que había defendido y hecho sobrevivir a su amado protegido. Entre ellos no había habido una relación de parasitismo, sino de simbiosis, ambos se habían beneficiado mutuamente. Por desgracia el humano no lo había entendido así, tuvo sólo en cuenta el efecto adverso del picor, no cayó en el poder imposible de su inquilina que lo protegería de cualquier mal con fidelidad. Sí, era un desagradecido y no merecía ser su elegido. Había tratado de ahogarla con esa sustancia venenosa. Producto acaso de alguna extraña mutación genética, en su mente, la criatura dejó de adorar a Víctor como la fuente de su vida, pasando a odiarle con toda la furia del animal más irracional.
Así que se encaró hacia él con un relampagueante movimiento. Víctor percibió la tensión predecesora de un inminente ataque. Sus poderosas patas soportaban el ingente peso con gran facilidad, sin duda por la famosa fuerza proporcional de los insectos. Las extremidades traseras se disponían a saltar vigorosamente como las de cualquier pulga. Las delanteras, junto con las mandíbulas, buscarían herirle y despedazarle. Al asco característico que sentía Víctor hacia los pequeños invertebrados se unía la repugnancia y el horror hacia aquel monstruoso y antinatural ser. A pesar de todo Víctor intentó, tal vez de manera estúpida, razonar con ella.
-N-No… Vuelve conmigo,… vuelve a mí –dijo mostrándole su cuero cabelludo de forma invitadoramente suplicante.
La pulga le hizo caso. Se abalanzó sobre Víctor y mordió una vez más su piel. Pero dadas sus descomunales dimensiones, en esta ocasión atravesó su cráneo y le sorbió el cerebro. Muerto al instante, su antiguo huésped se libró de sufrir en su propio despedazamiento. Su cabeza fue amputada, tras lo cual varios de sus miembros. Las vísceras le fueron destrozadas por el aparato bucal del ser. Al final se alimentó, chupando su sangre por última vez.
Bien nutrido, el bicho se dispuso a reposar. Y en su primitivo cerebro trazó un plan. Cuando asimilase la gran cantidad de sangre que contenía su estómago, volvería a su tamaño minúsculo en espera de un nuevo huésped. Si éste tardara mucho se alejaría de allí saltando y lo buscaría. El mundo estaba lleno de mamíferos peludos que podrían necesitar un protector y un compañero. Pensó en la calidez del cuerpo y de la sangre de su próximo amigo, y sonrió como quizá lo hagan las pulgas.
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