sábado, 29 de enero de 2011

Tras la puerta

Publicado en www.aullidos.com


La lluvia nos empapaba completamente. Avanzábamos por entre el bosque a paso lento. El mapa indicaba un refugio a doce kilómetros de donde nos hallábamos, así que no teníamos ninguna prisa a pesar del manto de agua persistente que lo anegaba todo. Yo me entretenía mirando las gotas que brincaban desde las deportivas de Mariola cuando las posaba sobre la hierba. Estaba por entero helado, aunque empezaba a acostumbrarme a aquel brete. Pensaba que aún nos faltaba mucho camino, pero me equivoqué. Pedro, que iba el primero, distinguió antes que nadie el caserón. Una de sus torres emergía de los árboles prometedoramente, provocándole una sonrisa.
-¡Eh, tíos! ¡Mirad!
Todos dirigimos la mirada hacia donde señalaba nuestro amigo y corrimos entusiasmados hacia la casona.
El gran porche de la entrada sirvió de freno para el chaparrón. Cada uno intentó secarse como pudo. Susana se peinaba con los dedos su larga y maravillosa melena rubia de forma muy parsimoniosa. Mariola apretaba el pelo de Caro para extraerle toda la humedad mientras ésta se quejaba, dolorida, de los tirones que le daba. Pedro y yo (Teo, por si alguien quería saberlo) nos enjugábamos la cabeza bobamente con las camisetas también empapadas.
-Menos mal que hemos encontrado esto. Si no hubiéramos tenido que andar unas horas más –habló Pedro.
-Sí, ha sido una gran suerte –comentó Susana complacida.
A mí no me importó mucho estar mojado en ese momento, porque mi atención fue requerida por otra cosa. La puerta principal del caserón estaba llena de arañazos de unos dos milímetros de hondura. Supuse que sus habitantes habrían tenido problemas con algún animal. Mientras tanto Susana usaba el reflejo de la ventana como espejo para seguir peinándose, hasta que de pronto una imagen apareció tras el cristal haciendo que la chica saltase hacia atrás.
-¡Aaaahhh! –gritó espantada.
-¡¿Qué pasa?! –exclamé.
-¡Había alguien en la ventana y me estaba mirando!
Me acerqué a observar, pero no dio tiempo a nada. La puerta se abrió y una figura de mujer anciana surgió en el umbral.
-Buenas noches, niños. Hace un tiempo infernal, ¿verdad? –habló la vieja con una voz entre inquietante y cómica.
Permanecimos sin saber qué decir. La abuela tenía un aspecto más diabólico que el clima. Su cuerpo se retorcía sobre sí mismo y su rostro era una horrible máscara deforme por la longevidad.
-Debéis estar helados. Pasad y calentaos.
Uno a uno fuimos introduciéndonos en el caserón. Por dentro parecía un lugar angosto y oscuro, lo que nos sobrecogía. Al fin nos situamos cerca de la chimenea para tratar de secarnos. La anciana después nos sirvió insólitamente una excelente comida, tras lo cual se retiró dejándonos solos.
-¿Qué os parece? –preguntó Caro.
-¡Es horripilante! –le contestó Susana.
-Sí, pero por lo menos es hospitalaria –dijo Pedro-. Intentad ser amables y tal vez consigamos dormir aquí.
En ese instante y de improviso un grito infrahumano recorrió toda la casa, llegando raudo hasta nosotros.
-¡¿Qué ha sido eso?! –prorrumpió Caro lo que todos pensábamos asustados.
Sólo le respondió el silencio.


La cena terminó y nos acostamos en los sacos de dormir allí mismo, en la sala de la chimenea, sin el permiso de la esfumada vieja. No tardamos bastante en quedarnos mudos y todos parecíamos dormir. Pero yo no lograba conciliar el sueño. Aquel chillido persistía en mi memoria. ¿Qué podría haberlo causado? Sentía deseos de averiguarlo, y no era el único por lo visto. Mariola se incorporó dentro de su saco, miró a su alrededor y se levantó con cuidado de no hacer ningún ruido. Yo la vigilaba con los ojos entrecerrados mientras se calzaba y abandonaba la estancia. Entonces salí de mi lecho y fui tras ella.
Volví a verla en el pasillo. El haz de su linterna se movía por todas las paredes por donde pasaba. Poco a poco una melodía empezó a destacarse del silencio. Se trataba de alguien que cantaba y que se aproximaba al mismo tiempo. Mariola apagó su luz y observó en su derredor buscando donde esconderse. Corrí hacia ella, la cogí de un brazo sorpresivamente y la llevé detrás de unas cortinas, tapándole la boca para que no gritase.
-¡Aquí! –le susurré con el ánimo de que me reconociera y se calmara.
La anciana asomó por el pasillo. Era ella la que canturreaba. Portaba una bandeja con un vaso, cubiertos y un plato en una mano y una vela encendida en la otra. Gradualmente la vimos alejarse.
-¿Qué haces aquí? –me preguntó Mariola mientras se quitaba mi mano de su preciosa boca.
-Lo mismo que tú, echar un vistazo –respondí.
-Casi nos coge.
-Sí, casi. ¿Qué te parece si la seguimos?
-Vale –concluyó ella con una sonrisa traviesa.
Comenzamos a avanzar tras la anciana, persiguiendo la luz que desprendía su candela hasta bajar unas estrechas escaleras. En eso, desapareció de nuestra vista.
-¡Maldita sea! ¿Dónde se ha metido? –dije.
-Debería estar aquí.
-¡Un momento! ¡Vuelve a oírse cantar a la vieja!
Comenzamos a correr hacia delante, huyendo de la voz que se acercaba cada vez más. A nuestra izquierda apareció una puerta y fuimos hacia ella.
-¡Está cerrada! –protesté quedamente.
-¡Por allí! –dijo Mariola mientras señalaba el pasillo que se torcía a la derecha.
Doblamos la esquina, sin embargo un muro se oponía a que siguiéramos progresando. Nos hallábamos acorralados.
-¡Demonios! –se quejó mi acompañante.
Saqué la cabeza para ojear y pude ver a la dueña del caserón detenerse ante la puerta que habíamos intentado abrir.
-¿Cómo estás hoy, pequeño bastardo? –habló la anciana conforme dejaba la bandeja en el piso-. Espero que bien. Deseo que te hayas sentido a gusto estos seis años disfrutando de mi hospitalidad. ¡Ja, ja, ja, ja!
La anciana continuaba riendo a la vez que se perdía de nuevo por los corredores. De repente surgió una mano por un agujero de la puerta a ras de suelo y cogió la comida.
-¡Dios mío! ¡Tiene a alguien encerrado ahí dentro! –dije a Mariola.
-¡¿Qué es lo que dices?!
-¡Te lo aseguro! ¡He visto a una persona coger la bandeja desde dentro!
-¡¿Quién puede ser?!
-No lo sé, pero voy a averiguarlo.
Salimos de nuestro escondite y pasamos por delante de la celda. Hice un amago de decirle algo al prisionero del interior, mas preferí ir detrás de la anciana.
-¡Eh, oiga! ¡Usted! –le grité.
Mariola corrió tras de mí y enseguida la alcanzamos.
-¡Eh! –la llamé otra vez.
-¡¿Qué es lo que pasa?! –dijo la vieja-. ¡¿Qué hacéis levantados?!
En ese intervalo los demás llegaron deprisa. Se habían despertado con mis gritos.
-¡¿Qué sucede?! –preguntó Pedro lo que sin duda todos querían saber.
-¡Esta pájara tiene un tipo recluido en el sótano! –les expliqué.
-¡¿Qué?! –dijo Caro.
-Oh, ¿es eso? No debéis preocuparos, niños. Ese hombre tiene el castigo que se merece –habló la anciana.
-Pero ¡¿acaso es verdad?! –interrumpió Pedro-. ¡¿Tiene encerrado a un hombre?!
-Por supuesto, aunque ya os he dicho que...
-¡¿Desde cuándo?! –volvió a espetarle Pedro.
-Bueno, hace tiempo ya de eso.
-¡¿Cuánto?! –insistió encolerizado.
-Seis años –fui yo quien respondió.
-¡Seis años! –gritó Susana.
-¡Dios mío! –dijo Caro.
-¡¿Y se puede saber por qué?! –pregunté entonces.
-Ese hombre no es humano. Es un monstruo. Ha matado a mucha gente. Ahí es donde ha de estar.
-¿Lo sabe la policía? Vaya pregunta tonta –pensó Pedro en voz alta.
-No –contestó ella-. ¿Por qué tendrían que saberlo?
-¡Está usted loca! ¡No puede encerrar a nadie a pesar de que sea culpable!
-¡Ahí abajo está seguro! –chilló la vieja-. ¡Además es peligroso abrir la puerta, muy peligroso!
-Para usted sola puede que sí, pero para nosotros no. Lo llevaremos a las autoridades.
-¡No! ¡No podéis hacerlo!
-Pedro, ¿no deberíamos llamar a los maderos? Dejemos que ellos se encarguen –intervino Mariola, estremecida.
-Tal vez lo hagamos, aunque quiero oír lo que dice ese tipo –respondió éste, quitándole la vela a la anciana y yendo hacia las escaleras.
-¡No, no lo hagáis! –volvió a gritar ella.
-¡Apártese! –dijo Pedro mientras le daba un empujón y la hacía caer.
Le seguimos hacia abajo, entretanto Mariola se quedó para ayudar a la vieja.
-Tranquilícese, señora. No va a pasar nada.
-No abráis esa puerta. Moriremos todos –dijo la anciana conforme las lágrimas le inundaban los ojos.
Mariola se extrañó de su sinceridad aparente y echó a correr para intentar evitar la apertura de la inquietante mazmorra.
-¡No, esperad!


Pedro, ya en el sótano, caminó decidido hacia la puerta.
-¡Eh, oiga! ¡Vamos a sacarle de ahí! –dijo ansiosamente al prisionero.
-¡Aguarda! –le previne de nuevo-. No sabemos si la vieja no miente.
-A lo mejor dice la verdad, pero quiero escuchar la opinión de este hombre. ¡Eh, usted! ¡¿Me oye?!
Quedamos en silencio esperando una respuesta que no se dio. Sólo pudo oírse el roce contra el suelo de unos pies que se aproximaban a nosotros.
-¡Eh, amigo! ¡¿Me escucha?! –volvió a preguntar Pedro sin contestación.
-Quizá no haya nadie o sea un perro –argumentó Caro.
-Yo vi a un hombre perfectamente. Bueno, su mano –me defendí.
-¡Vamos a comprobarlo!
Pedro comenzó a abrir los cerrojos sin dar tiempo a reaccionar a ninguno. Poco a poco la puerta fue perdiendo seguridad a medida que mi amigo se esforzaba con el óxido que la recubría.
-¡Quietos! ¡No!
Mariola apareció en las escaleras con el brazo en alto tratando de impedir que se abriera la última llave. Pedro la miró y pensó en detenerse, pero de manera inconsciente sus dedos terminaron la labor. La puerta se abrió como ávida de hacerlo por llevar tanto tiempo pegada al marco. Mi amigo se echó hacia atrás en acto reflejo mientras la voz de la anciana se escuchó fuerte desde el piso de arriba. Gritaba de terror. Parecía haber adivinado lo que nefastamente había acontecido.
La entrada, al fin de par en par, dejó entrever la oscuridad de dentro de la habitación. Brotó con ella también un olor repugnante a excrementos. Una figura humana podía distinguirse al fondo, una forma que avanzaba gradualmente hacia nosotros. Mirábamos con los ojos entrecerrados intentando discernir qué era aquello. Un deseo de huir corriendo se apoderó de mí, de ponerme a salvo. Sin embargo no hubo tiempo. La vieja tenía razón. Había enjaulado a un monstruo tras aquella puerta. Un monstruo con forma de hombre y sediento de sangre. Un monstruo con respiración inhumanamente ronca y cubierto de un horrendo vello profuso. Un monstruo que en un segundo nos mostraría su espantoso semblante. Un monstruo que sin remedio nos mataría a todos.

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