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-¡Abuela, cuéntanos un cuento!
-¡Sí, eso, abuela!
Fue eso lo que pidieron los dos pequeños nietos a la trémula luz carmesí del fuego, cayendo el atardecer en aquel cortijo de Jaén, rodeados de su familia.
Su madre, sentada al lado y atareada perennemente con un ovillo de lana, sonrió la candidez de sus retoños, regalándose con su infantil lindeza, muy orgullosa de ellos; y mirando también de modo entrañable a la anciana que le dio a luz, quien ahora reposaba la mayor parte del día en aquella estrecha silla de esparto, enfundada en su añoso luto.
Cerca de ellas, su joven hermano soltero escuchaba complacido, apoyado en el quicio de la ventana. Y a unos pasos, meditabundo en sus circunstancias, el padre observaba el campo, donde tantas jornadas se había deslomado, donde tantos sueños se habían frustrado, donde había acontecido casi toda la vida que le había tocado en suerte.
-¿Un cuento queréis? -dijo la anciana con voz frágil, ni asomo de su fuerza de antaño-. A ver... -continuó mientras reflexionaba, rebuscando en su vasta memoria-. Sí, ¿qué os parece una historia de miedo? A los chicos os gustan mucho.
-¡¿De brujas, abuela?! -preguntó el mayor.
-¡No! ¡De demonios! ¡No, de fantasmas! -contradijo el otro nieto a su hermano y a sí mismo.
-Por favor, mamá. Es muy tarde y luego tendrán pesadillas -protestó condescendientemente la madre.
-No -prosiguió la vieja-, se trata de un hecho real, un suceso que acaeció aquí mismo, en esta villa, no es ningún chisme fantástico.
-Mamáaa... -se opuso de nuevo su hija, abandonando su labor.
-No, deja -intervino el tío de los chiquillos-. Esto promete.
El tono sarcástico de su hijo no desanimó a la chocha nonagenaria quien, acariciando las cabecitas de sus nietos, comenzó su sugestivo relato.
-Era una hermosa tarde, como ésta, y todo el mundo andaba ocupado en las faenas de la huerta. Entre resoplidos me detuve un momento para secarme la frente con el pañuelo y entonces la vi, Irene, una moza respingona tanto de trasero como de nariz, que meneaba su falda y la blusa sudada camino del granero.
Aquí la madre refunfuñó por el cariz grosero de la oratoria de la abuela, mientras que los hombres se turbaron al recordar a la guapa protagonista.
-Iba a volver a mi guadaña cuando él llegó. Y entró también detrás de ella. Casi enseguida oí un grito ahogado de mujer y, fisgona como antes solía ser, me arrimé para oler. Me metí dentro de puntillas, como una furtiva, maldiciendo a la paja del suelo que crujía bajo mis alpargatas, chivándose de mi presencia. Pero daba igual, pues quienes se encontraban allí no estaban ojo avizor. Él se tendía encima de ella, con el culo al aire, abusando de aquella pobre, a la que pude ver que ya no estaba en este mundo, porque tenía la mirada perdida, vacía, mientras una enorme herida sangrienta le bañaba la cabeza y el bello rostro.
-¡Mamá! ¡Cierra la boca! ¡Los niños...! -se indignó la hija, estupefacta.
-¡No! ¡No la pares! ¡Sigue! ¡¿Qué pasó después?! -replicó el hermano.
-Nada, me fui -desilusionó la abuela a los asustados aunque fascinados chicos-. No quería en absoluto que él me descubriera cuando hubiese acabado de gozar, así que me largué aún más silenciosa que al llegar, aguantándome la orina por puro miedo que tenía.
-¿Y por qué... -preguntó su hijo, sin lograr entender, entre sollozos- por qué no hiciste nada? ¿Por qué no lo denunciaste?
-Ay, mi niño, tal vez no puedas aceptarlo, pero el hombre que hizo aquello no podía ir a la cárcel, yo no podía permitirlo -respondió la vieja asimismo con una brillante lágrima descendente-. Era alguien muy importante del que dependía mucha gente, incluidos tú, tu hermana y yo misma. Desde la muerte de tu padre pasamos mucha hambre y...
-¡Basta! ¡Aquí se ha terminado todo! -intervino por fin el marido, indignado-. ¡Estoy harto de sandeces de vieja loca! ¡No nos vengas ahora con supuestos crímenes irresueltos, haber hablado cuando te tocaba! ¡¿Qué quieres, arruinar a nuestra familia con tus disparates, hacer acusaciones de hace incontables años, moviendo a las autoridades, y avergonzarnos?! ¡Ni una palabra más!
En efecto, se guardó un silencio intimidatorio. Legendarias eran dentro de aquella casa las iras del patriarca. Persona admirablemente comedida, no obstante se tornaba feroz cuando se le contradecía. Tenía un amplio límite de aguante que, si se rebasaba, producía una explosión nerviosa y violenta. Ante ésta todos agachaban la cabeza: su esposa, sus hijos, su suegra e incluso su cuñado, si no querían verse envueltos en una vorágine de bramidos, insultos y golpes finales. Su disciplina era férrea aunque normalmente justa, sin embargo solía ser excedida y temible.
-¡¿De brujas, abuela?! -preguntó el mayor.
-¡No! ¡De demonios! ¡No, de fantasmas! -contradijo el otro nieto a su hermano y a sí mismo.
-Por favor, mamá. Es muy tarde y luego tendrán pesadillas -protestó condescendientemente la madre.
-No -prosiguió la vieja-, se trata de un hecho real, un suceso que acaeció aquí mismo, en esta villa, no es ningún chisme fantástico.
-Mamáaa... -se opuso de nuevo su hija, abandonando su labor.
-No, deja -intervino el tío de los chiquillos-. Esto promete.
El tono sarcástico de su hijo no desanimó a la chocha nonagenaria quien, acariciando las cabecitas de sus nietos, comenzó su sugestivo relato.
-Era una hermosa tarde, como ésta, y todo el mundo andaba ocupado en las faenas de la huerta. Entre resoplidos me detuve un momento para secarme la frente con el pañuelo y entonces la vi, Irene, una moza respingona tanto de trasero como de nariz, que meneaba su falda y la blusa sudada camino del granero.
Aquí la madre refunfuñó por el cariz grosero de la oratoria de la abuela, mientras que los hombres se turbaron al recordar a la guapa protagonista.
-Iba a volver a mi guadaña cuando él llegó. Y entró también detrás de ella. Casi enseguida oí un grito ahogado de mujer y, fisgona como antes solía ser, me arrimé para oler. Me metí dentro de puntillas, como una furtiva, maldiciendo a la paja del suelo que crujía bajo mis alpargatas, chivándose de mi presencia. Pero daba igual, pues quienes se encontraban allí no estaban ojo avizor. Él se tendía encima de ella, con el culo al aire, abusando de aquella pobre, a la que pude ver que ya no estaba en este mundo, porque tenía la mirada perdida, vacía, mientras una enorme herida sangrienta le bañaba la cabeza y el bello rostro.
-¡Mamá! ¡Cierra la boca! ¡Los niños...! -se indignó la hija, estupefacta.
-¡No! ¡No la pares! ¡Sigue! ¡¿Qué pasó después?! -replicó el hermano.
-Nada, me fui -desilusionó la abuela a los asustados aunque fascinados chicos-. No quería en absoluto que él me descubriera cuando hubiese acabado de gozar, así que me largué aún más silenciosa que al llegar, aguantándome la orina por puro miedo que tenía.
-¿Y por qué... -preguntó su hijo, sin lograr entender, entre sollozos- por qué no hiciste nada? ¿Por qué no lo denunciaste?
-Ay, mi niño, tal vez no puedas aceptarlo, pero el hombre que hizo aquello no podía ir a la cárcel, yo no podía permitirlo -respondió la vieja asimismo con una brillante lágrima descendente-. Era alguien muy importante del que dependía mucha gente, incluidos tú, tu hermana y yo misma. Desde la muerte de tu padre pasamos mucha hambre y...
-¡Basta! ¡Aquí se ha terminado todo! -intervino por fin el marido, indignado-. ¡Estoy harto de sandeces de vieja loca! ¡No nos vengas ahora con supuestos crímenes irresueltos, haber hablado cuando te tocaba! ¡¿Qué quieres, arruinar a nuestra familia con tus disparates, hacer acusaciones de hace incontables años, moviendo a las autoridades, y avergonzarnos?! ¡Ni una palabra más!
En efecto, se guardó un silencio intimidatorio. Legendarias eran dentro de aquella casa las iras del patriarca. Persona admirablemente comedida, no obstante se tornaba feroz cuando se le contradecía. Tenía un amplio límite de aguante que, si se rebasaba, producía una explosión nerviosa y violenta. Ante ésta todos agachaban la cabeza: su esposa, sus hijos, su suegra e incluso su cuñado, si no querían verse envueltos en una vorágine de bramidos, insultos y golpes finales. Su disciplina era férrea aunque normalmente justa, sin embargo solía ser excedida y temible.
De este modo transcurrió el resto de la velada, cada uno sumido en sus pensamientos. Los chicos, arropados en sus camastros, no conseguían dormirse, atemorizados por la truculenta narración y la brusca reacción de su padre. De lo referido no entendían algunas cosas: por qué un hombre deseaba yacer con una mujer hasta el punto de matarla (lo de disfrutar con una muchacha sí lo comprendían, pues en la escuela los chavales mayores hablaban entre ellos a menudo de tales ordinarieces), y por qué aquel tema había afectado tanto a sus papás y a su tío, el cual hasta había llorado.
Así era. El cuñado había salido afuera, a la noche ya estrellada. Erró por las veredas, hipando, blasfemando, pateando las inocentes piedras que se tropezaban en su camino. ¡Irene, su dulce Irene...! La había amado como sólo puede hacerse en los abriles, con pasión lúbrica aunque fiel, puesto que no hubo ninguna más, por lo menos afectivamente. Sí, estuvo con otras, jovenzuelas fáciles para entretenerse, quedar bien con los amigos, experimentar y vivir al fin y al cabo. Pero nunca su corazón la olvidó, a aquella chica hermosa y atrevida que le sonreía sólo a él al cruzarse, la que creía que iba a ser su esposa, la que le dejaba cogerle la mano los domingos tras la misa, la que le permitía unos contados, húmedos y cálidos besos bajo siempre el mismo y querido castaño... la que fue al final asesinada y ultrajada siniestramente, de forma tal que a pocos de la villa les apetecía comentarlo, y menos con él, el virtual viudo.
La mujer y el marido se acostaron pronto, espalda contra espalda, acompañados tan solo por sus respiraciones, su calor compartido dentro de las sábanas, y las sacudidas ocasionales del jergón ante cada uno de sus desapacibles movimientos. Ella ansiaba escuchar los ronquidos de él, síntoma de su paz, o preferiblemente y con igual significado, que se le echara encima comiéndole la boca, le bajara las bragas y la poseyese. Sin embargo no ocurría ninguna de las dos cosas, lo cual la conturbaba y le hacía pensar sobremanera.
La abuela dejó su desgastado y casi inseparable asiento y se fue por fin a la cama. Mudó el persistente duelo negro por la blancura de un camisón. Entremedias no pudo evitar presenciar su ajada desnudez en el espejo de cuerpo entero. La vanidad de su pubescencia había quedado atrás, pues sus senos colgaban rendidos a su vientre como las demás partes de su rugosa piel. Asimismo, cientos de manchas y extrañas vellosidades canosas la recorrían, resultándole un conjunto repulsivo. Era normal, ya que 92 años la contemplaban, y su vida había sido harto penosa y pesarosa. Se aproximaba el final y lo sabía... Y lo anhelaba.A la mañana siguiente retornó la rutina. Los hombres marcharon al campo y los niños a la escuela. La esposa fue a lavar al río y la abuela quedó sola en el cortijo, que era lo acostumbrado.
-¿No podías haberte estado calladita? -dijo el marido que había vuelto repentinamente, cerrando la puerta tras de sí.
La anciana ni se inmutó, sabía que aquello pasaría. Así que inhaló profundo, lista para enfrentarse a su sino.
-Pronto moriré -le respondió segura-, estoy arrepentida y ya nada me importa.
-¿Esas tenemos? Bien, tú lo has querido -dictaminó el hombre conforme sacaba una podadera, yendo hacia la entrometida.
Ella miró la improvisada arma, aterrada después de todo. Él sonrió de forma sádica, deleitándose con la sensación que hacía mucho que no apreciaba, desde la vez en que deseó a aquella zorra tanto que, antagónicamente a sus creencias, le propuso actos de concupiscencia y adulterio, a pesar incluso de ser la novia de su cuñado; tanto que era incapaz de conciliar el sueño, corroído por el odio de su rechazo y por las burlas ante su insistencia; tanto que decidió acabar con ella, no sin antes calmar sus más inconfesables apetitos. Por eso la siguió aquel día, cuando tuvo la certeza (ahora sabía que se equivocó) de que no habría nadie por las cercanías para descubrirlos, de que nadie captaría sus gritos, de que nadie le interrumpiría en la consecución de su sueño. Fue tan sublime que jamás se arriesgó de nuevo, tampoco sintió necesidad; hasta este instante, cuando la antigua emoción volvió poderosa y corruptora. Otra vez levantaba su brazo con intenciones asesinas, y otra vez se recrearía con ello (aunque en esta ocasión veía repulsiva la fase sexual). Su suegra cerró los ojos, pareciéndole insoportable la expectación.
-¡No, quieto! ¡No lo hagas! -interrumpió el homicidio con chillidos la esposa, quien había aparecido milagrosamente por la entrada.
Se abalanzó histérica y valerosa hacia ambos, con el solo pertrecho de sus manos. El marido no tuvo inconveniente alguno en recibirla con un ataque de su podadera. No obstante, de manera asombrosa también, fue detenido por su cuñado, a quien halló detrás de sí sujetando una gran navaja. Había regresado con el ánimo de sonsacar el nombre del criminal a la abuela (aunque algo ya se barruntaba), topándose con la inculpación del doble intento de asesinato.
El aspirante a parricida, con un supremo esfuerzo nacido de la desesperación y la furia, logró soltarse. Entonces, como siguiente paso, apuñaló por fin a su esposa, la cual quedó sorprendida y rebelde ante su desenlace fatal.
-¡No! ¡Yo lo que quería era ayudarte! ¡Lo sabía hace tiempo, mi madre me lo había contado! ¡Y te quiero a pesar de todo! -le dijo ella entre estertores incondicionales. Él, pese a todo, la remató inmisericorde para librarse de su abrazo.
Justo en ese instante su cuñado aprovechó la coyuntura para pincharle letalmente en el costado. El marido terminó muriendo en compañía de su mujer, culpable uno de matar y la otra de guardar silencio.
El defensor observó la conclusión última de todo aquello. Se sintió triste, pues no había logrado salvar a su hermana. "Pero, aunque por amor, ella había sido cómplice", reflexionó para luego detestarla.
El amado de ella le había quitado su amada a él, y del modo más vil posible, con traición, con dolor, con humillación... Sin embargo la encubridora le había arrebatado además la posibilidad de la venganza, aumentando su sufrida deshonra particular al revelar su secreto.
En cuanto a su propia madre, ella también enmudeció. Y al principio fue la única, el testigo exclusivo del horror, la singular conocedora del terrible enigma, la que mejor hubiese podido paliar su desasosiego.
"¿Por qué?", se preguntó de nuevo, pero él sabía la respuesta. Recordó su niñez de hambruna, cómo el estómago le laceraba por la necesidad, cómo le rogaba a su mamá por un poco más o simplemente por algo. Entonces apareció él. Cortejando a su hermana, traía a la humilde choza huevos, repollos, pan..., les llevaba la vida y la alegría. Le quiso igual que a su padre fallecido, pues todo cariño tiene algo de interés inevitable. Tras la boda se trasladaron a su cortijo, donde todo fue distinto. Por fin fue feliz, hasta el funesto vuelco del destino.
-Ahora soy yo quien falta por expiar su culpa. Mátame tú, el mayor perjudicado, y la justicia se hará completa -reclamó la vieja a su hijo con la convicción del remordimiento.
Éste, enormemente afligido, tiró la hoja ejecutora y ensangrentada, yéndose muy lejos de allí para no regresar nunca.
Así era. El cuñado había salido afuera, a la noche ya estrellada. Erró por las veredas, hipando, blasfemando, pateando las inocentes piedras que se tropezaban en su camino. ¡Irene, su dulce Irene...! La había amado como sólo puede hacerse en los abriles, con pasión lúbrica aunque fiel, puesto que no hubo ninguna más, por lo menos afectivamente. Sí, estuvo con otras, jovenzuelas fáciles para entretenerse, quedar bien con los amigos, experimentar y vivir al fin y al cabo. Pero nunca su corazón la olvidó, a aquella chica hermosa y atrevida que le sonreía sólo a él al cruzarse, la que creía que iba a ser su esposa, la que le dejaba cogerle la mano los domingos tras la misa, la que le permitía unos contados, húmedos y cálidos besos bajo siempre el mismo y querido castaño... la que fue al final asesinada y ultrajada siniestramente, de forma tal que a pocos de la villa les apetecía comentarlo, y menos con él, el virtual viudo.
La mujer y el marido se acostaron pronto, espalda contra espalda, acompañados tan solo por sus respiraciones, su calor compartido dentro de las sábanas, y las sacudidas ocasionales del jergón ante cada uno de sus desapacibles movimientos. Ella ansiaba escuchar los ronquidos de él, síntoma de su paz, o preferiblemente y con igual significado, que se le echara encima comiéndole la boca, le bajara las bragas y la poseyese. Sin embargo no ocurría ninguna de las dos cosas, lo cual la conturbaba y le hacía pensar sobremanera.
La abuela dejó su desgastado y casi inseparable asiento y se fue por fin a la cama. Mudó el persistente duelo negro por la blancura de un camisón. Entremedias no pudo evitar presenciar su ajada desnudez en el espejo de cuerpo entero. La vanidad de su pubescencia había quedado atrás, pues sus senos colgaban rendidos a su vientre como las demás partes de su rugosa piel. Asimismo, cientos de manchas y extrañas vellosidades canosas la recorrían, resultándole un conjunto repulsivo. Era normal, ya que 92 años la contemplaban, y su vida había sido harto penosa y pesarosa. Se aproximaba el final y lo sabía... Y lo anhelaba.A la mañana siguiente retornó la rutina. Los hombres marcharon al campo y los niños a la escuela. La esposa fue a lavar al río y la abuela quedó sola en el cortijo, que era lo acostumbrado.
-¿No podías haberte estado calladita? -dijo el marido que había vuelto repentinamente, cerrando la puerta tras de sí.
La anciana ni se inmutó, sabía que aquello pasaría. Así que inhaló profundo, lista para enfrentarse a su sino.
-Pronto moriré -le respondió segura-, estoy arrepentida y ya nada me importa.
-¿Esas tenemos? Bien, tú lo has querido -dictaminó el hombre conforme sacaba una podadera, yendo hacia la entrometida.
Ella miró la improvisada arma, aterrada después de todo. Él sonrió de forma sádica, deleitándose con la sensación que hacía mucho que no apreciaba, desde la vez en que deseó a aquella zorra tanto que, antagónicamente a sus creencias, le propuso actos de concupiscencia y adulterio, a pesar incluso de ser la novia de su cuñado; tanto que era incapaz de conciliar el sueño, corroído por el odio de su rechazo y por las burlas ante su insistencia; tanto que decidió acabar con ella, no sin antes calmar sus más inconfesables apetitos. Por eso la siguió aquel día, cuando tuvo la certeza (ahora sabía que se equivocó) de que no habría nadie por las cercanías para descubrirlos, de que nadie captaría sus gritos, de que nadie le interrumpiría en la consecución de su sueño. Fue tan sublime que jamás se arriesgó de nuevo, tampoco sintió necesidad; hasta este instante, cuando la antigua emoción volvió poderosa y corruptora. Otra vez levantaba su brazo con intenciones asesinas, y otra vez se recrearía con ello (aunque en esta ocasión veía repulsiva la fase sexual). Su suegra cerró los ojos, pareciéndole insoportable la expectación.
-¡No, quieto! ¡No lo hagas! -interrumpió el homicidio con chillidos la esposa, quien había aparecido milagrosamente por la entrada.
Se abalanzó histérica y valerosa hacia ambos, con el solo pertrecho de sus manos. El marido no tuvo inconveniente alguno en recibirla con un ataque de su podadera. No obstante, de manera asombrosa también, fue detenido por su cuñado, a quien halló detrás de sí sujetando una gran navaja. Había regresado con el ánimo de sonsacar el nombre del criminal a la abuela (aunque algo ya se barruntaba), topándose con la inculpación del doble intento de asesinato.
El aspirante a parricida, con un supremo esfuerzo nacido de la desesperación y la furia, logró soltarse. Entonces, como siguiente paso, apuñaló por fin a su esposa, la cual quedó sorprendida y rebelde ante su desenlace fatal.
-¡No! ¡Yo lo que quería era ayudarte! ¡Lo sabía hace tiempo, mi madre me lo había contado! ¡Y te quiero a pesar de todo! -le dijo ella entre estertores incondicionales. Él, pese a todo, la remató inmisericorde para librarse de su abrazo.
Justo en ese instante su cuñado aprovechó la coyuntura para pincharle letalmente en el costado. El marido terminó muriendo en compañía de su mujer, culpable uno de matar y la otra de guardar silencio.
El defensor observó la conclusión última de todo aquello. Se sintió triste, pues no había logrado salvar a su hermana. "Pero, aunque por amor, ella había sido cómplice", reflexionó para luego detestarla.
El amado de ella le había quitado su amada a él, y del modo más vil posible, con traición, con dolor, con humillación... Sin embargo la encubridora le había arrebatado además la posibilidad de la venganza, aumentando su sufrida deshonra particular al revelar su secreto.
En cuanto a su propia madre, ella también enmudeció. Y al principio fue la única, el testigo exclusivo del horror, la singular conocedora del terrible enigma, la que mejor hubiese podido paliar su desasosiego.
"¿Por qué?", se preguntó de nuevo, pero él sabía la respuesta. Recordó su niñez de hambruna, cómo el estómago le laceraba por la necesidad, cómo le rogaba a su mamá por un poco más o simplemente por algo. Entonces apareció él. Cortejando a su hermana, traía a la humilde choza huevos, repollos, pan..., les llevaba la vida y la alegría. Le quiso igual que a su padre fallecido, pues todo cariño tiene algo de interés inevitable. Tras la boda se trasladaron a su cortijo, donde todo fue distinto. Por fin fue feliz, hasta el funesto vuelco del destino.
-Ahora soy yo quien falta por expiar su culpa. Mátame tú, el mayor perjudicado, y la justicia se hará completa -reclamó la vieja a su hijo con la convicción del remordimiento.
Éste, enormemente afligido, tiró la hoja ejecutora y ensangrentada, yéndose muy lejos de allí para no regresar nunca.
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